viernes, 30 de septiembre de 2011

Concurso de Fotografia Social

El sitio Voces Cubanas creó un concurso de fotografia social cubana  y han extendido la fecha de cierre. Como no aclaraba, al menos cuando yo lo leí, que era para residentes en la isla envié mis fotos. Orlando Luis Pardo L. muy rápidamente me respondió  y  agradezco mucho su amabilidad, aclarándome este punto y que no obstante publicarían mis fotos en un aparte que harían para invitados. Ya ustedes las han visto antes por esta mi casita, pero bueno, esto de que a uno le reconozcan su fotico además de la familia y los amigos, tiene su gracia, ¿no? Sobre todo, cuando se trata de la realidad de nuestra isla.
Ojalá  muchos de los compatriotas allá puedan participar. La voz de la Libertad tiene muchos sonidos.
Por aqui andan mis fotos (en la galeria #8) y la de muchos cubanos de la isla.

La cartera de la tia...

La tía llego con su cartera medio vieja, para poder regresar con una mejor, encargo de mi hermana y sobrina. Después de abrazos, regocijos y bulla, abrimos la cartera sobre la cama. "¿A ver qué trajiste ahí que pesa tanto? “Un regalito de C. para mi, ¡qué lindo!, ¿Rolos? ¡Mijita eso te lo podía comprar yo aquí! ¡Fotos! Ay mi madre que rico, fotos viejas de mami, los tatarabuelos, la familia de Lawton, mira tú yo chiquitica allá en la casa del rio… y ¿esto que es en este sobre? ¿Pesos cubanos? ¿500 pesos cubanos? Pero tía y ¿esto para qué es? ¿Qué tú haces con 500 pesos cubanos aquí?"...
y ella : "Ay mija no se, para cualquier cosa, para ayudar en algo, no se"
¡Júa! ¡Di tú!
Y mi marido “¡oye suegrita ten cuidado que a lo mejor traen comején ..."
La pobre, no entendió na’…lo último que pensaba yo era encontrar en esa cartera esos papelitos gastados con la cara de Calixto García y Camilo Cienfuegos…ya ni los recordaba bien, porque la verdad es que yo de esos nunca tuve muchos...

P.S. Un poquito atareada estos primeros dias, pero los leo de vez en cuando, ya vuelvo.

lunes, 19 de septiembre de 2011

"Alegria... y una mas pal' bote"

Ya llego el día del viaje, después de la ultima negativa (y su primer viaje hace cuatro años), esta vez “los americanos le dijeron que si”. La otra agonía fue la espera del pasaporte visado, casi ocho meses. Esta noche en mi casa de la calle 15 hay tertulia nocturna y ruidosa. Las viejucas amigas, los vecinos, los amigos de mi hermana, los muchachos del barrio pasaran por allá para darle un beso y decirle “que la pases bien en la yuma”, “no le hagas caso a M. (que soy yo) con eso de la comida saludable y esa muela, tú llena el tanque ahora que en unos meses no se sabe…” Esta noche en la terraza de mi casa de la calle 15 el alboroto, las risotadas y los cuentos acaban cuando mi hermana saque a todo el mundo para afuera con un “caballero a dormir que mañana tenemos que madrugar pa’ ir pal’ aeropuerto.”
Tia y yo

Tía viene sin nada en mano. Solo su cartera, con sus documentos y un “blúmer en una jabita por si se me sale un chorrito del nerviosismo, tú sabes”. ¡Ah!, y muchos papelitos con números de zapatos, tallas de ropa y pedidos de medicinas y accesorios. Tía está contenta porque volverá a ver los días de reunirse por Acción de Gracias, la fiesta de la Navidad, la cena de Noche Buena, las celebraciones de fin año, todos los festejos que un día allá en la isla se apagaron de un solo leñazo. Ya esta soñando con un Mac Donald y el batido de Oreo del Chick-fil-A, y los viajes al Mall, y sobre todo con lo que más le fascina: las luces, las avenidas, los puentes.
Y nosotros también estamos de fiesta, porque ella viene y lo disfruta, porque estamos juntos y la familia crece y sobre todo porque es la mejor manera que tengo de devolverle todo el amor que me ha entregado toda su vida, todos los cuarenta y dos años que me ha dedicado sin mirar a atrás ni un solo segundo, ni siquiera la noche que nos despedimos en esa terminal 3 de la Habana. La primera vez que nos separábamos sin saber la fecha del reencuentro.

Tia y yo

Tía tiene setenta y tres años pero hace rato que no ha querido cumplir más. Cuando mami murió el vacío que se le sembró en el pecho en pocas semanas lo reemplazó con la horrible realidad de un cáncer de seno. Cuando llegó aquí conmigo en Noviembre del 2008 era una pasita consumida, sin pelos y más quemada que mis tostadas de tanta radiación. Pero se recuperó y le dio una patada al desconsuelo tan grande que lleva a mi hermana a la una mi mula con tanta malacrianza, pues ahora “con esta edad y con lo que he pasado, no cojo lucha ni estrés, y vivo el día a día, disfruto cada minuto” con lo cual le puso el cuño: “ahora me toca a mí que me atiendan”.
Van a ser unos meses buenos, ocupados, pero reconfortantes. No hay nada mejor que saber, que además de las remesas, las cajitas, y la medicinas, puedes entregarles algo más valioso, volver a vivir los días del alboroto familiar, las noches recobrando memorias y boleros, los niños de casa compartiendo un abuelo, y esta indestructible sensación de culpa dejándome un poco en paz.
Mi mami, mi tía y mi Picon unos años antes de yo llegar. La mejor familia que hubiera deseado siempre y que volveria a tener a mi lado si fuera posible.


lunes, 12 de septiembre de 2011

Black out


Se llamaban “apagones”. Con el tiempo, el rigor, y el desamparo el pueblo marginó este sentimiento y comenzó a nombrar los “alumbrones”. Estar totalmente a oscuras en el calor abusivo del verano habanero, sin más ropa posible que sacarte, el estrés para desconocer que ya diste tres mil vueltas a la cocina buscando que comer mientras te mantienes alerta al diabólico sonido del aleteo de las cucarachas voladoras es la imagen más atroz que recuerdo de aquellos terribles años entre 1990 y 1995. Días enteros, noches enteras. Y como todo sucedía en nuestra isla, el “apagón” se hizo ley, y lo que se hacía ley era bueno para luchar contra el imperialismo y subsistir. Y llegaron los “apagones” planificados, por áreas, municipios, sectores, horas, días y ¡Oh alegría, días libres de ellos! Todo masticadito en el periódico para que te preparas con antelación. Recuerdo en mi último año de carrera a la profe L. de Economía Política cuando dejaba la tarea: “Oigan la gente de Playa y 10 de Octubre recuerden que los toca apagón esta noche, así que empiecen temprano a estudiar, no quiero inventos para la próxima clase, están avisados….” Y yo me iba con aquel mal sabor de no poder agarrarla por el cuello.
Sí señor, estábamos avisados. Que era lo mismo que mira a ver a qué hora le plantas la zambumbia a la gente en la mesa (que por muchos años eran recetas todas relacionadas con col) o si tienes la dicha de ver la novela brasileña esta noche, y a qué hora te levantas para llenar los tanques y cargar el cubo de agua para el baño, o a ver si estudias tempranito antes de irte a la escuela, o si esta noche podremos tener sexo en medio de este vaporón insufrible y ventanas abiertas y vecinos en los portales, y luego “caete pa’tras” cuando llegue el recibo de la electricidad.
Yo era joven y acarreaba conmigo el ímpetu de la resistencia aunque en sus últimos y finales estertores. Pero hubo días infames, los odié con toda mi alma, lloré por hambre y por consternación. Y aunque a muchos les parezca que el mundo tiene cosas peores que ver, en aquella hora en aquel cuarto mío, en aquella sala con la familia en medio de conversaciones donde no nos veíamos las caras durante horas ni podíamos dar un paso ni llevar a mi abuela al baño, sentía que nada podía ser peor, hasta que aparecían las desgraciadas cucarachas voladoras para hacerme sentir más pequeña, impotente y desmoralizada de lo que ya era.
Uno de esos días en que no se dormía amanecí tirada en el piso de mi cuarto y en cuanto apareció la luz de la mañana algo había cambiado definitivamente en mí. Aun no sabía que era. Agarré mi vieja y destartalada máquina de escribir, regalo de nuestro querido amigo A. el día que su abuelo pensaba tirarla a la basura y comencé a borronear como demente lo que me dejó la noche. No era un poema, que no soy yo poeta, pero al cabo de los años me di cuenta que había sido entonces la esencia del cambio, la catarsis, el día que aquel desgraciado apagón me devolvió definitivamente a la realidad, la que aun yo no quería aceptar, y todo el mundo en que yo había creído se me vino encima. Estaba triste. Era el mundo que mi abuelo me había regalado. La caída fue dura, de golpe y pendiente, pero de esa todos nos hemos ido recuperando.
Y bueno ahi les suelto otra de mis cositas personales y que hoy le dedico a mi esposo.

“Black out”

(1993)

Únicamente tenemos nuestros propios deseos.

Hemos perdido las palabras
Ya no podemos nombrar siquiera la tristeza
la desesperación
el enquistamiento
la vergüenza.
No me preguntes cómo ni cuándo ni para qué.
Sobrevivo de la ternura el rocío el sol
porque sin más aviso que el haberme despertado
me vino encima la violencia y el desgarramiento
no tuve más vocación ni voluntades, quedé tropezando y temiendo
al borde o lejos de todos los caminos.
Por suerte en estos tiempos de desamparo
estoy enamorada.
Al menos no cargo encima siempre
Noches sin descubrir estrellas
o mañanas de horribles torpezas
o muchas tardes sin reclamos de mi corazoncito necesitado.
Todavía no auguro des-llamadas o des-recuerdos
porque aun tengo pecho para repetir su nombre.
Pero aunque no se me ha muerto la esperanza
se sostiene la injusticia de aquellos
que también están al borde o lejos
de todos los caminos
y que además, en estos tiempos de desamparo
no están enamorados.
Que no pueden compartir serenamente las batallas
y estos primeros pasos
y que tienen en su rostro los más absurdos
síntomas de muerte.
No estoy segura si todo ha de ser
exactamente irrepetible
No sé si se trata de elegir o inaugurar
no sé si la barrera estallará como un relámpago.
Yo estoy finalmente, enamorada y perdida
en esta tierra que se está tornando demasiado áspera
en esta ciudad donde el silencio atrapa
a los que trabajan para cumplir solo con la mitad de su agonía
En este pedazo de mi misma
donde me aguarda por instantes
un sueño desprendido
y una verdad intocable
¿No podría ser acaso de otro modo?

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cartas I

Cuídate

Para todas las mamás que nos escribieron cartas, que nos enviaron sus palabras dulces cuando estábamos lejos para arroparnos un poquito más.

Erase una vez…que nos escribíamos cartas. Y dependiendo de la marcha del correo que casi siempre equivale a la marcha del país, esperábamos la vuelta por mucho o poco tiempo y escuchar el silbido del cartero a la par que te llamaba por tu nombre era un momento de alegría. Hace menos de veinte años en mi ciudad era así. El cartero de nuestro barrio lo fue por tiempos inmemoriales. El mismo señor de piel oscura, radiante calva y ojos medio chinos, banderín de la mezcla criolla que me inspiraba lástima al verle “dando tanto pedal”, lejos de mi mente por entonces que más temprano que tarde terminaríamos todos encaramados en aquellas bicicletas chinas que pesaban mas “que un matrimonio mal lleva’o” según el decir de mi abuela. El traía cartas, telegramas, algunos “recibos” y el periódico diario. Me trajo las cartas de Lissette que eran vigiladas por las “autoridades del CDR”. Me llevó cartas de algunos amigos en la época en que se iban a estudiar a la antigua Unión Soviética o partían a Angola por aquellas causas que nunca entendimos bien. De algunas amistades que a falta de teléfono enviaban alguna misiva. De mi esposo cuando estuvo lejos.
También nos escribíamos cartas que nos llegaban de mano en mano, con un amigo de un amigo, con alguien “que va pa’ La Habana”. Estas los padres las recibían con el corazón en vilo, pues venían casi siempre desde las “becas” o las escuelas al campo, desde sitios lejanos del calorcito de casa, desde el fondo de la isla donde a veces no había ni como llegar. Y por esto tuve la dicha de escribirme cartas con mi abuela. Cuando nos íbamos a la escuela al campo, los padres que no tenían carro propio, que eran la mayoría, se juntaban para “resolver” guaguas de centros de trabajo y pagando por asientos hacer viaje a los campamentos. A veces, no alcanzaba el dinero para más de un asiento, a veces había el dinero pero había que ser justo y que alcanzaran los asientos para todos los padres. Esta situación se agravó mucho para nosotros cuando nos enviaban a las tierras de Sandino, allá en Pinar del Río, uno de los lugares más recónditos de la isla y con difícil acceso. Para mi abuela de más de setenta años no era tarea fácil. A veces solo podía ir mi tía que contra todas las banderas luchaba algún espacio para llegar. Llegaba con la comida caliente del día, cargada de latas y chucherías para la semana, sábanas y toallas limpias, ropa con olor de la casa y algunas cartas. De mami, de mi hermana, y de algunas amistades. Y entonces allí tiradas bajo algún árbol que nos diera sombrita, mientras saboreaba la sazón de la cocina de mami, escuchaba las novedades del barrio y respondía las cartas.
Hace diez años, cuando me di cuenta que salir definitivamente de mi país sería la única opción, y con la incertidumbre del arranque que nos procuran me llevé al patio dos grandes bolsas de cartas, notas y diarios, y las quemé. Me quedé con todo lo que tenía que salvar para continuar siendo la persona que soy. Las cartas de mami andan cerca porque la mayoría de las veces releerlas me hace sonreír, y aun los días que me plantan una piedra en el pecho no dejan de recordarme que sin importar absolutamente nada hay amores en este mundo que nunca levantarán velas. Leerlas es volver a tenerla conmigo. En su caligrafía, en sus mensajes, en sus dichos se adivina su ocurrencia, la bondad y el amor, todo lo fue su esencia. Nosotras sus nietas, su familia, vivimos repletas de ese orgullo cada día de nuestras vidas.
Esta es una de las que más me gusta. Simple, humilde, armoniosa, desvivida, ocurrente. La parte subrayada, por ella misma, siempre me saca una larga y húmeda sonrisa.



jueves, 1 de septiembre de 2011

Los tres mosqueteros

Para Willy y Juan A. y toda esa familia que quise tanto.
Tenía tiempo madurándolo y finalmente lo hice. Le metí mano al estudio que ya era como decir “el cuarto de las papas”. Papeles por archivar, recortes de mis páginas de fotos, “files”, libros por colocar en el librero, una barahúnda donde solo yo logro encontrar algo. Me conquisté un tremendo dolor de espalda y un regalo para la memoria. Estos éramos nosotros, los tres mosqueteros de la casa del río.

A la izq. Juan A., a la derecha Willy y yo en el medio.

Ellos todos eran cuatro pero Willy, con sus hoyitos perennes al sonreír y sus ojos chinos, Juan Antonio, siempre feliz y dispuesto, y yo teníamos la misma edad. Íbamos y veníamos juntos de la escuela, donde la abuela de ellos, la abuela Evelia, trabajaba en la cocina y nos conseguía leche tibia para que comiéramos mejor. La familia había venido del oriente de la isla y aun se les notaba en el cantaito al hablar. Vivían en los antiguos cuartones de empleados en la parte baja de la explanada de la propiedad pero que luego la Revolución repartió y ya no era nuestra. Nuestro edificio de propiedad horizontal tenía tres pisos. Vivíamos en el primero encima de los garajes y de los sótanos donde coexistía Elizardo el encargado que ya no lo era más pues “la Revolución” eliminó esos “trabajos de criados” pero que no tenía otro refugio y se quedó viviendo de la caridad de los inquilinos.
Nuestro primer piso era muy alto. Se asomaba, a través de ventanales circulares inmensos que imitaban la forma de la proa de un barco, justo a la rivera del río, montado encima de lo que llamábamos “el precipicio”, a donde teníamos prohibido ir. El tal “precipicio” era solo un poco de roca alta donde se insertaba una escalinata de piedras que llevaba hasta la orilla del río, con un descanso a mitad de camino donde estaba la piscina con su bar, que poco a poco se fue cubriendo de herrumbre, enredaderas, moho y nido de animales, ya que mantener aquello en uso era “rezago del pasado”, “actitud burguesa” a la cual ya no nos ataba nada.
Todo esto era terreno libre de aquellos tres mosqueteros a los que en muchas ocasiones les faltaba un integrante. Yo los miraba correr y jugar desde el balcón lateral que daba a la explanada bajo la vigilia de mami por las persianas de la cocina. Mi abuelo, con sus hierros a cuestas y celado en su sillón de paralítico, me veía y me decía “vete niña vete a jugar con esos dos, no le hagas caso a esta vieja loca que te quiere tener encerrada como a mí”. El día que me dejaban bajar salía yo como bola por tronera escaleras abajo gritando ¿“Willy, Willy, Juan Antonio donde están?” mientras mami increpaba “no te vayas a subir a las matas, no bajen al río, no se asomen a...”pero ya andábamos los tres como locos de contentos ingeniando el próximo episodio que casi siempre incluía alguna fechoría para mí.
Siete años los habitantes de aquellos cuartones fueron nuestra familia. Los quise tanto que cuando tuve que salir de allí con mi velocípedo rojo a rastras se me descolgó algo tan adentro que estuve días enrollada como un gusano en la cama de mi mami de donde solo me sacó la abuela Evelia que vino a visitarme varios días. Eran ellos los que nos ayudaban en los peores momentos de Picon cuando odiaba esa mitad de su cuerpo muerto y echaba espumas por la boca y cuidaban de mí los días que ellos estaban de hospital. Eran nuestra compañía diaria, nuestro intercambio de platos con dulces de leche y natillas, las sonrisas que nunca faltaban, los buenos días y las buenas noches.
Para los buenos y los malos ratos, para planear un juego, una inmediata aventura, la búsqueda de un nuevo escondite para lanzar flechas a nuestros leones imaginarios teníamos la piedra grandota a la entrada del camino al precipicio a donde yo bajaba temblando por el desafío. Allí nos sentábamos los tres bajo la sombra de los árboles, allí nos llevaban las meriendas y allí nos tomaron estas fotos.

Con ellos me partí la ceja deslizándome en el velocípedo escaleras abajo, con ellos me aterré a la orilla del río mientras Juan Antonio quedaba atrapado entre las hiedras medio ahogado y Willy trataba de sacarlo con un palo, a ellos los vi caer de las matas de mangos y romperse los huesos sin quejarse de dolor, con ellos aprendí a leer y escuché las primeras malas palabras. El tiempo nos dejó desperdigados. A Willy lo vi por última vez mientras yo trabaja en una de esas escuelas al campo, y él se afanaba cerca con un grupo de presos. Fueron días buenos, conversamos y recordamos las historias de la familia y la niñez. Ahí estaba por haber intentado salir ilegal del país, en una balsa. Luego supe que finalmente en el 1994 logró irse a la base de Guantánamo. Nunca más he oído de él. A Juan Antonio lo veía más a menudo ya que por esos azares de la vida dos veces estuvo de novio con dos amigas. Hace poco supe que  murió de cáncer de gargantay su recuerdo irrumpió otra vez con aquel mismo dolor del día de la partida de la casa del río. Y no supe que hacer.
Pero soy feliz cuando pienso que tuve estos amigos a mi lado y que nuestras caritas aquí valen más que toda esta parrafada.