jueves, 27 de mayo de 2010

El recuerdo del Mariel a mis diez años. (III y final)

Encontrar tu nombre


Así aparece el resultado de mi búsqueda en la base de datos de pasajeros del Mariel, que ha publicado el Nuevo Herald, con los nombres de los 125 mil refugiados que entre los meses de abril y septiembre de 1980 llegaron a Cayo Hueso, en un total de 1,600 embarcaciones desde las cuales algunos vieron por última vez a sus seres queridos o a la tierra que los vio nacer. Hace treinta años las alegrías, ilusiones, sueños, derrotas, las posesiones más pequeñas y las tragedias del momento arribaron aprisionadas y sin tino en las maletas y sobre los hombros y espaldas de tantos cubanos. Cubanos, de los buenos, los regulares y los malos. Los que salieron por su propia voluntad y los que juntaron a punta de arma, sin aviso y despedida en la búsqueda del fastidio y la beligerancia. Pero una historia como ésta solo la cuentan sus protagonistas. Los que salieron, los que no volvieron y todos los que nos quedamos con los ojos francos y los corazones fragmentados mientras elevábamos los brazos en un gesto que alguien decía era el gesto de la Patria.

Las xxx no me devuelven nada. Esos días de mayo, no terminé de llorar a mi mejor amiga cuando la noticia irrumpió en la cocina de mi casa mientras mi abuelo Capuleto solemnizaba su triste ceremonia por la custodia de la nieta más pequeña. Evento que después de esto sería inminente. Yo escuchaba. No veía nada, no podía ver sus lágrimas, ni sentir su rabia y su decepción, no podía ver a mi abuela Montesco abrazarlo con los ojos repletos de compasión, y a veces ni alcanzaba a escuchar sus susurros y rogativas. Yo no tenía fuerzas para salir de mi escondite. ¿Cuáles eran los detalles? ¿A dónde se había ido y por qué y con quién? ¿En qué momento? ¿Dónde estaban mis otros hermanos? ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Qué diría en mi escuela, que les contaría a mis amigos, me tirarían tomates? Con el tiempo me di cuenta que no necesité los detalles. Me acostumbré a ser la hija de quién era y vivir la vida que debía. Y fui feliz. Levanté mis brazos con el gesto de la Patria pero juro que no ese no fue el motivo de los 25 años de silencio que siguieron. Los motivos eran todo lo demás. Los rostros de ellos y el dolor de la pérdida, las llamadas que nunca se hicieron, y las que se revelaron llenas de presagios que nunca se efectuaron, y el dolor, y el dolor y el dolor. Los abuelos Capuletos partieron sin volver a verla. Y a partir de entonces mi lesión se cuajó cicatriz.

Los protagonistas hemos sido todos.






miércoles, 19 de mayo de 2010

La otra (VIII)

Ella me decía que se había enamorado de un hombre de hálito colmado pero de reflexión débil. Cuando la aldaba sonaba a las seis de la tarde haciendo resonar la lámpara del portal, los más inesperados deseos aleteaban en su cuerpo. Corría a retocarse los labios con un poco de crema rosada, y se persignaba delante del espejo. Llevaba meses esperando por una declaración, por una frase comprometida, por unas palabras acerca del futuro. Lo amaba, e irse de casa de los tíos y crear su propio hogar era una quimera añorada, una conquista más que merecida. Pero cada día era lo mismo. La vieja Caridad dormitaba en el sillón de madera y rejilla abanicándose casi los pies mientras ellos hablaban de lo que habían hecho durante el día y él le contaba sobre el precio de las pinturas, los lienzos y las tablas, y los esfuerzos de su madrecita. Ella lo miraba un poco paralizada, pero como su espíritu siempre fue anticipado y jamás necesitó de nadie para tropezarse con las respuestas en la vida, le lanzó en su rostro pálido y aguzado la propuesta delirante: "¿Carlos, te quieres casar conmigo?" Caridad cayó de boca contra el piso, soltando el abanico por el aire, Carlos intentó salir en su ayuda pero África agarró su mano con su fuerza de tormenta en reposo y le miró al rostro firme y segura inquiriéndole por segunda vez: "¿Quieres o no?" Caridad se levantó torpe y exprimida y todavía sin tiempo de decir nada escuchó al joven decir: “Claro que quiero, pero tengo que…” África plantó sus labios sin apuro en los labios de él y unos segundos después con aquel rostro desencajado entre sus manos le dijo: “…Pero nada, esta misma noche habla con tu madre para que vengan a pedir mi mano y fijar la fecha de la boda. No te preocupes, yo soy la mujer que tú necesitas”. La vieja Caridad no pudo pegar ojo esa noche, pero no dijo “ni esta bocas es mía”, había escuchado ya algunos maliciosos rumores por la calle. Cinco días pasaron sin noticias, sin movimientos exangües de la aldaba, ni esquelas, ni flores, ni encuentros en los alrededores del parque Butari. Una tarde de sol explosivo se puso su mejor vestido y dando el pecho a las órdenes, súplicas y advertencias de todos en la casa, se encaminó con su paso de trueno y sus caderas engrifadas loma arriba por toda la avenida, se detuvo frente a su puerta y emplazó su carácter con la compostura que sus nervios le depusieron. Una señora con rostro de desazón y recelo, ojos hundidos y rizos sueltos sobre los hombros le abrió la puerta y sin admitirle ni el respiro, le habló: “¡Lárgate y no regreses, déjalo en paz, lavandera puta, él es un artista con futuro, ni él va más a tu casa, ni tú lo buscas más! ¡Lárgate!”

Ella me lo contó: “espíritu colmado pero con sustancia de gallina”. No me dio mas detalles. No supe cómo se recuperó de un dolor tan enorme, ni cuánto lloró, ni si volvió a verlo. Hizo pedazos el retrato en óleo que le regaló una de aquellas tardes de punta en blanco. “Esa no era yo, esa era la que él veía”. Lo tiró a los pocos días frente a la puerta de su casa, hecho trizas y aguijoneado, apilado con cartas, esquelas y flores secas. La rabia solo se reta con el padecimiento mudo. Nadie volvió a hablar de él, lo borraron hasta de los silencios de la siesta al mediodía. África era la heredad del ímpetu, coexistía con los colores de la fuerza y gozaba la virtud de abatir los dolores de un solo manotazo sin que la sonrisa se convirtiera en mueca. Acarreaba la alegría como alfiler clavado en su piel. No había manera de desasirle el amor por la vida y retoñar como pimpollo. Dobló sus dolores en el primer cajón que atinó en aquellos días de tribulación y lo olvidó el próximo segundo para no encontrarlos jamás.

("Retrato". Autor: Luis Martinez Pedro. Cubano. Museo Nacional Bellas Artes, Cuba)

miércoles, 12 de mayo de 2010

El recuerdo del Mariel a mis diez años. (II)

"Lissette"

Solo recibí una carta de Lissette, mi abuela una postal y una carta de Ircia, y algunos saludos enviados a través de sus parientes que aun vivieron por algunos años mas en la cuadra. El día que Lissette se fue regresé corriendo a la casa, me escondí en la terraza y recostada a la pared me desplomé, doblada del dolor de vientre, de pecho, de piernas. Sentía paralizado mis gestos, mi voz, mi corazón. Con diez años solamente aun no conocía sufrimiento tan grande. Unas semanas atrás, como casi todas las tardes atravesé corriendo el portal de su casa, me metí en el pasillito lateral que conducía a la puerta trasera de la cocina, y como siempre hacía la llamaba a través de cada ventana que surgía sobre mi cabeza. Ircia, su mamá, me tomó de las manos con su habitual ternura y me dijo con voz suave, que se iban. ¿A dónde? A España. ¿A España, cuándo? En unos días, o unas semanas. ¿Y por qué? Para estar juntos con nuestra familia. ¿Qué familia? Todos están aquí, y los otros viven enfrente. Me abrazó tan fuerte como pudo y me dijo: “Ay mijita no te pongas así”. Sin sacar mi cabeza de su pecho, le pregunté ¿Y se van, como los que se fueron por la embajada del Perú y por el Mariel? Ella no contestó, me pasaba la mano por la espalda. Y me aterré ante el riesgo de ser expuesta a ser parte de la tropa de los gritos, los carteles, los tomates, y los huevos. Me respondió: “No te preocupes. Todo estará bien”. Se sucedieron días tristes. Lissette no participaba mucho de los preparativos del viaje en su casa, que eran numerosos, pues viajaban además 3 ancianos. La dejaban jugar con nosotras, mi hermana y Miriam. Aprovechábamos el tiempo tanto como podíamos. Ella dejó de ir a la escuela, y yo llegaba desesperada cada tarde. Seleccionaba entre sus juguetes para darnos algo a cada una. Me dejó dos de sus muñecas. Me dejó unas cuantas tacitas, platos, y libros. Me dejó sobre todo un ahogo desesperado. Mi mejor amiga, la primera en darme la bienvenida cuando nos mudamos a la calle 15, mi amiga de juegos, pillerías y confesiones también se unía a los tantos “apátridas y gusanos” que traicionaban a la patria por aquellos días. La vi montarse en aquel carro verde y estridente después de un largo abrazo y mucho llorar. Me quedé parada en medio de la acera mientras sentía el deseo de correr tras ella como en las películas de amor que veíamos juntas, la vi diciéndome adiós por el cristal trasero del carro, y lloraba y sonría a la misma vez y agitaba su mano sin parar. Nos prometimos escribirnos diariamente, nos prometimos no olvidarnos nunca y ser siempre amigas pasara lo que pasara.
Hoy, después de treinta años de esas promesas no puedo recordar su rostro, pero cada primero de abril, día de su cumpleaños, me preguntó dónde estará, y si alguna vez ella se habrá acordado de mí. Le escribí varias cartas, autorizada por mi abuela y mi tía, después que una de las vecinas viniera a advertirme que era mejor olvidarme de la "niñita gusana" para que no me metiera en problemas. Pero la vida en aquel lugar no se reducía a la tristeza de dos niñas separadas por las circunstancias. La vida en aquella ciudad, en aquel país, era un arrebato incontrolable de todos los derechos, una saña sin mesura contra cualquier forma de pensamiento diferente y la mayoría de nosotros permanecíamos ciegos, mudos e ignorantes. Cuando lo descubrí fue tarde para algunas cosas. Incluso para buscarla. Por aquella época algo tan común hoy día como viajar, gracias al delirio de unos estafadores en nombre de la justicia y la igualdad, se convirtió en el dolor de miles de familias y amigos, en el adiós, en el nunca más. Pero como para tantos y tantos que dijeron adiós a sus seres queridos, despedirme de Lissette, fue apenas el comienzo.




domingo, 9 de mayo de 2010

Ser madre

Hace doce años soy madre. Nadie me había dicho que seria fácil, pero tampoco pensé mientras sentía ese calorcito de almohada en mi vientre que sería difícil. Aun creo que no es difícil. Que como dice la gente “no vienen con el librito debajo del brazo” pero llegan con sus ojitos expresando todo y con sus manitos pidiendo y con sus cuerdas vocales demandando. Solo había que seguir el instinto, y a veces, detenerse a pensar. No puedo decir, como otras madres valientes, que “desde que lo tuve en mis brazos…” no. Tenía tantos dolores, me sentía tan mal, que creo que mi reacción se demoró como dos o tres días. Fue el día que nos fuimos del hospital, me lo dieron todo limpito, vestidito, envueltico, y era el bebé más bello que había visto en mi vida. Se parecía a su papá. Con sus ojitos casi negros abiertos, su mirada seria como un hombre pensativo, su pelo negro, largo y sedoso, y sus manitas fuertes cruzadas sobre su pecho me dijo todo cuanto yo necesitaba saber. Este bultico de nueve libras me llevará atada con él para siempre. Con él voy a vivir toda mi vida aunque un día se marche, y por él haré que mi vida tome un rumbo diferente. Por él seré capaz, para él seré diestra, por él avivaré el paso, para él encontraré todo, por él tropezaré, saltaré y derribaré todos los muros. ¿Errores? Uf! ¿Quién sabe cuántos? ¿Meteduras de pata? Uf! ¡Las mil y una! ¿Gritos, histerias, manos levantadas? Uf! ¡Unas cuantas! ¿Sacrificios? ¿Noches en vela? ¿Decepciones? Ni una, mi amor, ni una. Quizás no lo diga, quizás no lo ves, pero ni uno de esos sacrificios, ni una de esas noches me pesa, y jamás, jamás, pase lo que pase podré sentirme decepcionada de ti. En todo caso, sería de mí. De mis fallos, de mis traspiés, o de mi ceguera. Hace doce años vivo en este intento diario de ser madre. Y por ello soy feliz. Hay muchas madres cubanas hoy lejos de sus hijos. Durante los últimos cincuenta años ha sido una constante. Separados por gobiernos, o políticas de turno. Sin la opción de un viaje, un reencuentro, una fiesta familiar. Separados por rejas, muros, encadenamientos, en prisiones. Separados para siempre porque el mar les ganó la batalla. Para todas ellas el abrazo más grande. Llegará el día para todas en que la fuerza, la valentía, la entereza que las mantiene firmes, convierta sus brazos hoy atados en las alas de la libertad. Hoy, el rostro de la patria, es el rostro de ustedes vestidas de blanco empuñando sus flores con el gesto generoso de la paz.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Carlos Valera y aquellos dias en la Habana...

Carlos Varela está en Miami. En aquellos días de finales de 1997 y principios de 1998, en aquel concierto en el Teatro Karl Marx de la Habana durante el estreno de Lucas y Lucia yo no hubiera imaginado jamás que esto pudiera pasar. Que él hubiera salido de Cuba y compartiera su canción contestataria quizás sí. Pero que viniera a Miami, a cantar en Miami y regresar a la isla, sobre todo después del tono casi moderado y pálido que se le ha notado en los últimos años, no, no lo hubiera creído. Pero ahí está. Pisando suelo de Miami y dando muestras de acertadas opiniones frente a la prensa. Lo miro y el recuerdo de aquellos días se parece a los aguaceros, moja y refresca, suavizando las nostalgias. Tenía yo una barriga de siete u ocho meses aquella última vez que fuimos mi esposo y yo (y nuestro hijo) al concierto. Uno de aquellos amigos ya llamó desde Miami para decirnos que debíamos ir. Los demás no están ni cerca. En el teatro en cada punta de las filas había un “seguroso”, un policía. Daban palmadas arrítmicas y no se sabían ni dos palabras de las canciones. Pero a nadie le importaba. Esa vez fue Lucas y Lucía la que nos hacia delirar. La vez anterior fue  El leñador sin bosque . Aquello fue frenético. Era el único lugar, el único momento en que podíamos gritar a nuestra manera el deseo de la Libertad. Nuestros padres quedaban en casa preocupados. Han pasado muchos años y muchos aguaceros. La primera vez que lo escuché cantar a finales de los años 80 fue en el garaje de mi casa en una “actividad” para la  Federación de Mujeres Cubanas, cuando apenas era un joven estudiante de  actuación en el  ISA. Su “Flor de Loto" y algunas de Silvio fueron sus trovas. La última vezque lo vimos (mi esposo y yo) en vivo fue aquel día de 1998. Para nuestra generación fue un símbolo de rebeldía, una expresión de inconformidad, una bandera de temeridad, la compañía perfecta para los sábados apagados y horribles. Luego las cosas cambiaron un poco. ( Les recomiendo esta entrevista en Cuba). O quizás los que nos fuimos creímos que cambiaron un poco. No sé por qué. Será porque cambiamos cuando vamos para viejos, será porque nos cansamos de chocar contra las paredes, porque nuestras perspectivas desde la verdadera libertad es diferente, será solo porque sí. Y yo no soy nadie para cuestionar. Pero fui su fan, parte de nuestra vida de jóvenes, de nuestros recuerdos de pareja, de nuestras reuniones a guitarra y "chispa 'e tren" , de las grandes decisiones tomadas, tuvieron savia y terreno con su música de fondo.

Pero aquí están algunas partes de la entrevista. Y creo que vuelve a hacernos sentir acompañados. Juzguen ustedes mismos. Y opinen lo que quieran que por suerte aquí si podemos decir lo que pensamos.