lunes, 31 de enero de 2011

La otra. (XIV)

Su cuerpo le dispuso señales y decretos. Una tarde, atravesando el pradito de regreso a casa con sus morrales de sábanas, una punzada en el estómago la sobrecogió y sin tiempo de reaccionar ya estaba desaguando su pena. Una de las habituales inquilinas del parque partió en su ayuda y la acompañó hasta el portal cargando sus bártulos y ofreciéndole un pañuelo. “Cuídate mijita que si no te sentó mal la comida ya estas lista pa’ la fiesta, oye y esta parece hembra que mira como tienes esa cintura ya”. Hacía tres meses que no “se ponía mala” y sus párpados en las mañanas eran como envolturas caladas imposibles de zarandear. Últimamente se inquietaba con frecuencia. Le dio las gracias a la vecina, cerró la puerta, tiró los bultos en el sillón y se fue directico al lavadero del pasillo, se arrojó bastante agua en la cara y el cuello y se lavó la boca que aún le sabía a almagre.
Dos días después toda la familia se reunía en la casona de la calle Concepción a celebrar el acontecimiento. La añeja Caridad inauguró la cena mostrando los iniciales rectángulos de algodón ya dispuestos para la confección de los primeros pañalitos. Y el tío Julián brindó con su cerveza rancia prometiendo comenzar la fabricación de la cuna. Al final del festín la tía Aguedita trajo sus tijeras más preciadas, las de plata con manijas largas de nácar, pieza de lujo que heredó de su abuela, y la prima Delia agarró el cuchillo más pequeño, el que se usaba para el corte de los puerros y el ají cachucha. Con estos aparejos dejarían al azar la revelación del género de la criatura. Después de colocar cada uno en dos de los sillones del salón, le dieron varias vueltas a la niña África, la colocaron de espaldas, y la guiaron hasta los balancines. Ella dejó caer sus amplias grupas sobre la tijera de nácar. La vieja Caridad se persignó y todos ovacionaron. Otra mujer más para la larga familia de lavanderas y costureras. Norberto abrazó a su mujer y sin importarle incluso el augurio de la comadrona invitada que ya le había manipulado su cintura varias veces, sobado su vientre y medido sus caderas anunciando “¡hembra!”, le susurró con agrado al oído “no les creas, que ahí viene un macho”.
Durante varios meses el cansancio se redimió, y sus fuerzas se triplicaron. Una sacudida regocijante se apoderó de su existencia. Su rostro se volvió júbilo perenne y sus caderas cantaban su bienestar mientras recorría cada calle del barrio con sus talegos y sus cestos de mimbres llenos de encajes recién planchados. Su esposo le contrató un muchachito honrado al que le pagaba unos centavos al día por cargarle los bultos más pesados. Paquito se convirtió en su guardián y celoso ayudante a partir de entonces y hasta el día que se lo llevaron aquellos oficiales brutos. Aquel pequeño amó a esa mujer como a la madre que siempre deseó tener desde sus peores días de supervivencia famélica. África le ofreció lo único que podía, una colchoneta limpia en un rincón de la pequeña cocina comedor y los brazos de su familia como cobija y arrimo.
El mismo Paquito fue quien avisó a los tíos, las primas, a la vieja Caridad a quien ya le pesaban los pies como piedras secas de río, y sorteando los callejones en medio de una lluvia intensa dio voces a la comadrona Guillermina Miranda desde la acera hasta que abrió su ventana y le respondió “¡que pongan a hervir el agua que ya voy pa’lla!”. Norberto se la llevó caminando lánguidamente hasta la casona donde ya la esperaba la mesa de la cocina lista. La comadrona Guillermina llegó al instante y cuando dejó dispuesto sobre la mesita que le trajeron del cuarto toda su indumentaria: pinzas, tijeras, un pomito de yodo, ligaduras y sus paños verdes, se colocó sus guantes y le tomó la mano con cariño: “No te preocupes mija, que yo te voy a ayudar y tú eres una mujer fuerte. Haz lo que yo te diga y vas a acabar rapidito”. Diagnosticó un parto arduo por el tamaño de la criatura, pero venía de cabeza y eso era bueno. Le lavaron bien sus partes y le desinfectaron con paños con yodo. Esa tarde calurosa de Junio, mientras los hombres esperaban en la sala, la pobre de África gimió, rechinó, perdió el conocimiento, se recuperó, mordió la toalla que le ofrecieron para aminorar el pánico, se aferró con todas sus fuerzas a los bordes de la mesa a tono con las órdenes de la comadrona ¡puja y respira! Caridad oraba el rosario, le pedía a San Judas y les reclamaba a los caracoles mientras fumaba tabaco a escupitajos cortos, todo al mismo tiempo con tanta angustia por su niña que el corazón ya le latía demasiado lento. Las otras mujeres no daban a basto en el ajetreo de las palanganas con paños tibios, agua hervida, enjuagues, y lloros. Cuando su piel se rompió y sintió el sonido del desgarro en un impulso doloroso que la dejó trepidando, asomó una cabecita redonda y rosada, luego todo el cuerpecito tibio y salpicado de una niña grande de casi diez libras que al instante berreó y a la que no pudo apenas ver pues cayó en un sopor fulminante que la dejó sin visión por algunas horas.
La llamó Gabriela y durante cinco días con sus noches la chiquilla lloró y lloró sin consuelo, sin importarle la herida amoratada y aun abierta de su madre, anunciando ya su persistencia en la demanda y la querella. Nadie durmió ni logró apaciguar sus gimoteos. África no se cansó de abrazarla y acunarla hasta que la pequeña se acalló consiguiendo de su pecho la entrega que siempre le procuraría. A sus pies, Paquito por fin reposó, desgajando la preocupación y feliz de su nueva suerte.

martes, 25 de enero de 2011

Los retazos que voy juntado... (I)

Las escuelas al campo

La combinación del estudio y el trabajo fue una de tantos banderines marxistas que nos hicieron columpiar con el mayor orgullo a todos los que nacimos y crecimos en la Cuba revolucionaria de la dinastía Castro. Cientos de miles de muchachos de toda la edad secundaria, desde el séptimo hasta el duodécimo grado convivimos enganchados en la entusiasta acometida. El recuento no admitido: fueron mayores los desastres y catastróficas las consecuencias tanto económicas como sociales. Toda la infraestructura erigida para poner en práctica este principio costó muchísimo más de lo que fueron capaces de producir y cosechar los estudiantes de cara a una realidad terrible.
De todo esto nos quedaron como siempre sucede, los recuerdos, felices algunos y escalofriantes otros, las viejas fotos con la presencia eterna de los amigos que no ya no ves, las fortalezas que adquiriste, ciertas secuelas de malas decisiones, la autenticidad del ser humano que a tu lado sudó el agotamiento y compartió lo poco que tenía, la experiencia y la verdad que a veces parecen impugnables y la seguridad de que la vida en LIBERTAD es lo que quieres para tus hijos.

De los sueños a la realidad, del deber a la obligación… 
Foto(decada del 80)  tomada de Grupo escuela secundaria R.Maceti en Facebook.
En la década del ochenta le llamaba deber, responsabilidad, amor a mi país, lealtad a mi familia. Hoy le nombro lavado de cerebro, abuso, fraude, dolor, angustia familiar. Desde noviembre comenzaban nuestros padres a forrajear latas, almacenar conservas, recopilar galletas, golosinas, y cualquier cosa posible para poner en la “maleta de la comida” que nos llevaríamos los primeros días de Enero a los campamentos de trabajo en Pinar del Rió. Cuarenta y cinco días en la cosecha del tabaco.
Cuando crees que ya no hay mucho más donde cavar en la memoria algo siempre reaparece, como el gajito de hierba en el frijolito húmedo. Hay experiencias que crees haber olvidado porque algunos detalles se fugan, no recuerdas ya ciertos nombres o fechas y otros apenas son cuentos repetidos de amigos. Y un día ¡suaaabana! Te sorprendes dando vueltas en la cama donde todo regresa como en una dañada película silente. Adolescentes al fin, nos íbamos en aquellas guaguas con el gusto de zafarnos de la tutela de los padres por unos días y creer que éramos independientes y capaces. Cantábamos tontamente y hasta quedar roncos mientras nos adentrábamos en el occidente de la isla y la brisa tibia habanera se convertía en el vientecito frio de la montaña pinareña. En pocas horas el entusiasmo y canturreo de la partida se suplantaría por el zumbido del sic-zas, a la derecha con el dedo del medio, a la izquierda con el índice, de dos en dos, sic-zas, de abajo hacia arriba… de las hojas de tabaco que cada mañana arrancábamos a los tallos y dejábamos en pilas amarraditas entre mata y mata donde no les diera el sol para que los encargados de la parihuela las recogieran y transportaran a la casa de tabaco para el ensarte. Cada mañana antes de que el jefe de brigada o el tío de campo gritara “¡arriba caballero dejen el maja’!” yo miraba la extensión de aquel surco como de un kilómetro saturado de plantas más grandes que yo, enchumbaditas de rocío y fertilizantes, creyendo que no tendría fuerzas. Y había que cumplir la norma, puede que dos o tres surcos por niño, o una X cantidad de parihuelas por brigadas, porque si no te dejaban rezagado a la hora de la comida, o te quitaban la recreación.
Yo me pasaba los cuarenta y cinco días en el suelo. Padecía hipoglicemia y me daban unas crisis vagales que me dejaban turulata por unos segundos, pero nada de eso me hacia retroceder en mis metas…si el Che Guevara había peleado en la Sierra siendo asmático y enfermizo, si aquel guajiro que nos llevaba a los surcos en medio de la oscuridad de la madrugada había soportado cárcel y torturas durante meses por apoyar a los barbudos... como yo no…
La otra acometida comenzaba en la tarde al regresar al campamento, mugrientos, hambrientos y en total mutis. Tenía que hacer las colas de las duchas, unas tuberías herrumbrosas por donde salía un hilito de agua helada que amedrentaba al más valiente, no tenían techos y las puertas eran unos simulacros de rústicos tablones. Mientras me llegaba el turno ya andaba a la caza de algún varón amigo mío que estuviera presente al momento de yo entrar a aquel cuchitril para que me quitara todas las ranas prendidas en la tubería. Había días que no encontraba a nadie, y me mal bañaba llorando de terror.
Luego la comida: arroz, chicharos y la proteína que un día podía ser huevo hervido, otro día huevo revuelto y otro una especie de pescadito frito, casi quemado. A veces teníamos postre: un poco de natilla media aguada. Dos horas de recreación: un poco de música mientras hablabas con las amigas, o bailabas un poco apretado si tenías parejita, o aprendías a fumar. Luego a dormir. A las barracas donde te calaba el frío hasta el tuétano y te humedecía el sereno de la madrugada. A las literas duras, veteranas cabillas oxidadas con unas colchonetas tan malolientes que usábamos varias capas de sábanas y colchas para tratar de esconder los hedores. A recuperar fuerzas para meternos en aquel surco otra vez al día siguiente. Abrir los ojos a las cinco de la mañana con aquel helado y estremecedor agotamiento requería coacción y mandato. Gritos y gritos de los maestros, de los jefes de campamento y la musicanga en el altoparlante “amanecer cubano, con la guataca en la mano…”.
Los sueños nos colman de fortaleza. Éramos muy jóvenes y los ideales nos hicieron crecer y demostrarnos a nosotros mismos cuanto éramos capaces de entregar. Porque eso es el amor. La entrega. Y ellos tomaron nuestros sueños sin permiso, nos saquearon tanto que de mucho aun no podemos dar cuenta, nos llenaron de dudas hacia el prójimo y nos adiestraron en convicciones que defendimos con aquellas manitos en los surcos, en nombre del amor. Desde mis doce años hasta los veinte empuñé mi cuota de contribución revolucionaria sin reservas. Ese era mi deber. Los últimos dos, me fui por puro temor a la repercusión. Ya estudiaba mi carrera y había comenzado a deducir ciertas cosas desde que me adentré, guiada por la sensibilidad y la inteligencia de algunas personas que no olvidare en los gritos de la Revolución Francesa y me paralicé por asociación con las luces de la perestroika y sus lideres.
Allí, en los días que habitábamos las arenosas tierras tabacaleras, el domingo llegaba como un abrazo caliente. Cada vez que se vislumbraba una guagua cerca del campamento y aligeraba su carga se escuchaba uno de los gritos más sublimes: ¡Corre niña, apúrate, que llegó tu mamá!
Ninos y adolescentes en una escuela al campo en 1971. Tomada de http://cubaindependiente.blogspot.com/

jueves, 20 de enero de 2011

¿Hasta dónde y hasta cuándo?



Esta es la noticia: "italianos sospechosos de matar a una niña en Cuba"

Las secuelas de la adversidad en una sociedad que se adjudica valores a precio de pan de flauta. Y a los mejores postores. Son unos patrañeros, pero ya esos epítetos nos los sabemos de memoria. El dolor que se siente cuando sabes que algo así ha pasado, que cuando tenías esa misma edad, usabas tu uniforme escolar, rayabas corazones en las últimas páginas de la libreta de matemáticas y festejabas, con la emoción que solo la verdad te falsea, un gobierno que hoy es la fuente de estas tragedias y de tantos desamparos. Me cansa escuchar, da asco la política local y otra cualquiera, los burdos sentimientos ante la necesidad y el hambre, la desorientación y la lucha individual por lograr un poco más, por aplastarte, por demolerte al precio que sea. “No tengo comida para mis hijos, que mas me da darte tres palos por comemierda”, “Si esa niña  se va con los turistas, no es mi problema, está luchando el pan”, y la ceguera y la carencia metida hasta el hueso nos mata, nos calibra. Malditos desgraciados que nos convirtieron en lo que quisieron, en el hombre nuevo cubano destructor de sí mismo.
No usará su uniforme escolar otra vez, no dibujará corazones en las últimas páginas de alguna libreta. Sus padres no la verán regresar a la puerta de casa con aquella última imagen de su ropa de moda, sus labios pintados, sus tacones. Pero sus ojos de niña perdida no habrá extranjero cabron, ni droga solemne, ni muerte espantosa, ni gobierno sórdido que se los haga borrar.

Nota: Fotos mias, tomadas en Julio del 2010, en la Habana.


Las Damas de Blanco otra vez dando la batalla.
Creo que le ganaron por mucho a sus alborotados vecinos estas valientes mujeres. La palabra LIBERTAD no pudo ser acallada.

viernes, 14 de enero de 2011

La otra. (XIII)

Hilda significa batalla. La heroína, la mujer que domina con bondad y justicia. La que siempre será fiel. Y ella hizo honor a este nombre sin siquiera saber cómo se le engalanó. Presta a resolver los problemas de otros, a dar. Mi abuelo la llamo así y jamás supimos por qué.
Solo algo  sorprendió de su asombrosa naturaleza y tampoco le preocupó alguna vez. Hacer el amor, o como sea que le llamaran algunos, no era lo suyo. Cuando se instaló en la casita fresca de portal y barandas frente al parque se embebió en sus quehaceres, mudanzas y misterios y demoró cinco días en ponerse su ropón rosa y embutirse a la misma cama del marido. Y no lo hizo sin que su cuerpo trepidara y los escalofríos le recorrieran el cuello y la espalda dejándola casi inerte, con un ahogo tan profundo que le arrinconaba. Aquél hombre de rostro sosegado y de bondad perenne metido entre sus sabanas se convirtió súbitamente en el talante intruso del demonio. Y nada que ella hiciera, cerrar sus ojos, cubrir su pecho, vapulear, apretar sus piernas y rezar por un desmayo le sacó aquel fantasma del dormitorio. El la dejó, notó su estremecimiento y su súplica, y le dijo que no había prisas, que se podía esperar. Y la abrazó, y la envolvió en colchas y cojines para que se calentara y se fue al portal donde encendió su tabaco pulsando ya para siempre su costumbre de murciélago.
La tía Aguedita corrió en su ayuda la próxima mañana y ella, las primas y la tortuga viviente de Caridad se sentaron en el patio trasero a preparar el corte para que “la niña África tenga su camisón de santidad” o chemise a trou como se le conocía desde el inicio de sus usos en épocas bien distantes, pero que en la isla algunas mujeres demasiado recatadas o temerosas seguían empleándolo en la privacidad de su hogar y a conocimiento único de las lavanderas y costureras como estas mujeres que haciendo halago de sus reservas cosieron, adornaron, enlazaron, almidonaron, y plancharon en un solo día sin decir palabra. En la tarde el camisón estaba listo para entrega. África lo desembaló con manos trémulas y lo estiró encima de la sobrecama turquesa. Quedó complacida, un largo camisón blanco de algodón que denotaba moralidad e higiene, cosido con doble puntada fina y adornado con encajes en el cuello y el dobladillo. El canalillo, abertura que sería de dominio de su marido, se enlazaba con unas cintas de azul claro y pespuntes que se alargaban por todo el frente del vestido y parecía un adorno natural del corte. Abrazó la pieza y sintió alivio. Esa noche podría hacer feliz a mi abuelo.
Preparó una cena de reyes. Asó un boliche a fuego lento, rociado de comino, orégano y naranjas. Lo salpicó con un poco de nuez moscada cuando casi estaba listo y lo sirvió en la fuente de porcelana inglesa, regalo de bodas la esposa del farmacéutico, acompañado con arroz blanco cocido en caldo de jamón. Rebanó tomates y rizó lechugas. Encendió la lámpara en la habitación principal que hacia veces de sala, comedor y costurero. Y con cautela para no espantar el olor de las especies se fue al cuarto y esparció colonia de rosas en los cojines y almohadas.
Esa noche, cuando acabó lo que su cuerpo ninguna vez nombró y que para su asombro nunca fue tan pavoroso, se arrugó en su lado de la cama como un ovillo sin fuente, frío e inútil, cerró sus ojos y viajó, con la melancolía de su alma hurtada, a las calles viejas de su Cárdenas de la mano su abuela mientras cantaba con sus primas los pregones del chino manisero y se desternillaban de la risa con la soltura de la inocencia. No quería remachar en su cabeza cada “por qué” que la razón le masculló a lo largo de estos años. Respiró enérgica, se volvió a acomodar retorcida sobre su vientre agotado y resolvió dejarle las respuestas al azar, a la existencia, a un Dios cualquiera.

Nota: El texto anterior es el siguiente a este.
“… El catorce de Julio de 1937, un día antes de que los japoneses atacaran el puente de Marco Polo e invadieran China y los franceses celebraran una vez más su fiesta de independencia con fuegos artificiales iluminando La Bastilla y mientras en Broadway la tristeza por la muerte del gran músico George Gershwin embargaba muchos corazones, África y Norberto se casaron. Ella me contó que tenía tanto miedo de irse a la casita nueva esa misma noche y de estar a solas con él que le pidió tres días para acomodarse y mudar su indumentaria y los regalos de boda, pues así, ya casada podía preguntarle a su tía que debía hacer. Siempre fue alegre, pero recatada. Conversadora pero reservada. Segura de sí misma, pero atenta al consejo. Eso sí, novelera, novelera….repartía la vida con todos sus cinco sentidos. Ella que tenía sus dicharachos para todo, de esta vieja historia siempre dijo: “Nunca se pierde, siempre se aprende”. Desde entonces él la llamó Hilda.”

martes, 11 de enero de 2011

Oscar Elias Biscet


Biscet nació en la Habana en Julio de 1961. Médico de profesión y luchador de conciencia a sus 49 años cumple una condena de 25 por defender el derecho de los cubanos a ser libres, a vivir en un país que anhele la democracia y en el que se respeten el derecho a la justicia y al ser humano. Hay mucho que decir sobre él. Yo creo que en la nueva Cuba que algún día ha de llegar él tendrá su lugar como hombre de lucha y de pensamiento. Respeto a hombres como él , aunque no concuerdo en todos sus puntos de vista, pero su grandeza se impone porque ni el miedo, la agonía, o el cansancio lo han vencido y porque abandonar su tierra no ha sido la opción a pesar de que en ello se ha jugado su libertad.
En este post les hablaba del documental “La Cuba de Oscar” el cual hombres y mujeres en Cuba, también muy valientes, han podido ver sin que el régimen, la policía o los gritos de supuestos vecinos enardecidos los hayan detenido, gracias al esfuerzo de otros tantos que se los han hecho llegar por cualquier vía posible.
Cada día es el día de Oscar Elías Biscet, es el día de Zapata Tamayo, es el día de todos los cubanos que dentro, máxime, de la isla arriesgan su vida y su exigua libertad para representar la inconformidad, el desconcierto y la tristeza de todo un pueblo.
El internet sobre todo y el trasiego de memorias, discos compactos, mensajes en celulares, etc. ha hecho que estas voces sean escuchadas por todo el mundo a pesar de la temeridad de los monstruos.
Cultivemos nosotros también nuestra semillita en nuestro pequeño lugar.


lunes, 10 de enero de 2011

Los juguetes que traían mis Reyes…



Increíblemente, despues de tanto tiempo,  al escuchar a mis amigos españoles hablar sobre el día de Reyes recordé mi oriunda tradición de repartición de juguetes pero por los reyes Castro. El gobierno cambió el día de los Reyes Magos por una distribución súper fiscalizada (aunque no exenta de traquimañas, tejemanejes y contubernios) de juguetes socialistas una vez al año. Igualdad, equidad, falsa conformidad. Reubicó (según le parecía a la gente de antes)  la repartición al mes de Julio así nos creíamos que al terminar el curso escolar recogeríamos el fruto de nuestro esfuerzo. La venta duraba seis días, pero el proceso comenzaba unas semanas antes cuando llenos de incertidumbre todos los niños del barrio andábamos a la espera de recibir a través de “la libreta de la bodega” (de racionamiento) la noticia del día y número del turno que nos había tocado. Tenía mala suerte, siempre me tocaba cuarto, quinto o sexto día.  Nunca pude entender en que se basaba el sorteo o la repartición pues tenía algunos amigos cuya suerte les confirió siempre los primeros días y los primeros números. Esto era muy importante pues solo  podíamos comprar tres juguetes: el básico, el no básico y el dirigido. ¡Vaya usted a saber en qué se basaba aquella nomenclatura! Pero el básico era el mejor, el grande, el “dicen que hay muy poquitos”, era la bicicleta, o la muñeca más grandecita de pelo largo, o los patines, o la casita de juguetes plásticos de tres pisos, y la carriola y el cochecito…Los otros eran cositas pequeñas: “las cuquitas”, un juego de yaquis, una pelota de playa, una cajita de bolas (canicas)…
Un día por fin tuve mi casita plástica de tres pisos con todas sus habitaciones y sus muñequitos bolos (rusitos) que solo tenían cabeza pero la casa tenía un elevador que subíamos y bajamos con un hilo de pita desde el techo. Yo adoraba aquel juguete. Mi tía consiguió el turno del primer día comprándoselo a “la tía Felicia” que criaba a cinco sobrinos y pasaba muchísima necesidad. No solo le dio el dinero, sino le pagó la luz del mes y le sacó los “mandados de la bodega”. Como todas las ironías de la vida una de sus negritas era mi mejor amiga  y nunca supimos nada del trueque hasta que mi tía nos lo contó cuando ambas ya teníamos hijos y aun la casita de tres pisos se podía encontrar llena de polvo, sin elevador ni techo en un rincón del garaje. Un día también, como todas las cosas de mi país, sin más aviso ni glorias se acabaron los “juguetes por la bodega”. Los días esperados de Julio se esfumaron junto con tantas cosas. No recuerdo que pasó, pero posiblemente nos hicieron entender cuan privilegiados éramos con respecto a los niños de África, de Haití, y de tantos lugares donde el sufrimiento era la comida del día. Y entonces callamos, bajamos la mirada y seguimos camino hacia adelante, hacia el futuro que era “el futuro del hombre nuevo”.
Y bueno, dejémoslo ahí, que solo quería contarles sobre nuestro día de Reyes allá en los meses de Julio en el calor de la tierra mas “hermosa que ojos humanos hayan visto” y de lo que eran capaces de hacer los padres cubanos para “forrajear” un turno de los primeros días…para a pesar de todo, hacernos felices, porque lo éramos… y hoy se los cuento porque a veces todo se enmaraña, se confunde y no quiero que se me desperdiguen estos recuerdos…quiero quedarme pegadita a ellos como hacía con mi nariz contra la vidriera del “ten cent “ de La Copa mientras soñaba cual juguete de aquellos alcanzaría para mi…







jueves, 6 de enero de 2011

Enero...


No estoy triste. Otra vez Enero. Antes albergaba los cumpleaños de M.A. y de J.  y el aniversario de bodas. Hace tres años hospeda tu ausencia. Pero no estoy triste. No lloro doblada sobre mi estómago mientras agarro tu foto como si todas las imágenes del mundo amenazaran con una desbandada. Hoy irrumpió aquella tarde de fresco, tú detenida en el portón de hierro de la escuela con aquella saya de corduroy carmelita, la blusa blanca con cinta de falletina y botones forrados. La locura cruzando la avenida atestada de gente cargando maletas, sospechas y augurios. Subimos aquella loma en segundos sin mirar atrás, sin conversar, sin tregua. A resguardo en casa todos juntos, la expectación del teléfono o alguna señal a la puerta. Con los primeros días de calorcito también brotó la calma. Ya no me llevaría. Y la vida cambió, los eventos de los tiempos nos enmarañarían los ánimos con una mezcla de arrojos de felicidad y arranques de incertidumbre pero estábamos juntas. Se me mezclaron el miedo y la alegria. Contigo estaba a salvo. Todo se revolvió como azúcar prieta en café amargo. Y nos tomamos la tacita de la tarde mientras afuera todo acontecía igual.
Hoy, tres Eneros después de tu partida, tu imagen detenida en aquel portón y tu rostro sacudido emergió como la espumita sacada de la primera colada. No estoy triste. Te llevo un sorbito mañanero, como acostumbrabas, mientras ahogo mi vista en este añejo retazo de daguerrotipo y sueño que te abrazo y te abrazo y te abrazo…