Para J.A. que ya no está, por todos los años en que hacernos grandes nos hizo cambiar.
Para F. porque la esperanza no tiene dueño y la libertad de atesorarla será solamente tuya.
Por estos días, con el calor y las condenadas noticias…algo dentro de mí se ha pulverizado como un diente de ajo en el mortero, algo en mi dejó de ser entero, íntegro y se ha estrujado como una pasita lista para el pudín. Lo juro. Parecerá que ironizo pero no lo hago. Y no quiero hacer ninguna limonada con este limón. No encontré las palabras que quería, no dije que siento fatiga de todo este poco de dolor y crujido. De la infancia nos queda lo intocable, la simplicidad y el albor: el precipicio de piedras para llegar a nuestra orilla del Almendares, la piscina vacía donde tirábamos ramas y semillas de mangos, la casita del perro donde la tragedia sorprendió a todos, la gran entrada en arco donde jugábamos a esperar las panteras y leones para tirar nuestras flechas imaginarias, el camino a la escuela lleno de marpacíficos que desmenuzábamos para hacernos trompitas y tu abuela esperándonos en el comedor para darnos un vaso de leche antes de entrar al kínder. No nos podremos hurtar, pase lo que pase, los días de las casas de campaña con sillas y sábanas en la terraza de tu casa, allá donde “el fresco era mejor pero el lugar peligroso” como decía mami. La pelea interminable por el velocípedo y los patines de hierro, la tía Edelmira trayendo empanadas de queso de “La Cocinita” y el corre-corre con los perros en el patio de la casa. Lo intocable, lo cándido, la aurora, se tornó un fragmento, una porción de nosotros. Así es, cada cual sigue su camino pero nada nos factura la felicidad de haber sido niños, repletos de entusiasmo y emociones frágiles, nada nos puede saquear la valía de haber sido amigos aquellos años, con abuelas repartiendo la vida como caramelos. ¡Qué bueno que tuvimos eso! Y estas cosas que nunca dije. Y ahora cuando me toma de sorpresa y la vida se convierte en un único segundo donde ofrecemos lo que somos, no quiero que sea tarde, pero lo es. Yo quiero que sus alas les devuelvan sus sueños, yo quiero que al menos los lleven allí, a volar sobre el mundo de los niños que fueron, a la calle de los juegos, a los brazos de la familia y de todos los que amaron. Apaciguaré el ramalazo. Para siempre quedarán aquí. En esos años llenos de sonrisas, mímicas, y juegos. En estas viejas fotografías que en mi mano recuerdan un gran chubasco sin siesta.