miércoles, 28 de abril de 2010

¡Que le pongan nombre a esa cara, porque ese no puede ser mi pueblo!

¡Que los nombren, que le den contenido a esas formas, a esos gestos bárbaros y salvajes, a esa cosa que parece una mujer, a ese  estúpido hombre que rie cuando se maltrata, que le pongan nombres porque esos no son los verdaderos rostros del pueblo cubano!  ¡Ya lo verán!



(Tomado de Aguaya en Desarraigos Provocados, que a su vez la vio en Marc R. Masferrer en Facebook)

martes, 27 de abril de 2010

El recuerdo del Mariel a mis diez años. (I)

“Rebeca”

Después de treinta años los recuerdos no han cambiado mucho. Quizás enmudecieron, perdieron el sonido los cláxones agitados en la avenida, el eco de los cantos de los pájaros trastornados en el álamo y los framboyanes. No puedo escuchar al policía de la garita, pero aun veo su boca abriéndose y cerrándose, soplando el silbato ya sin fuerzas y su mano sacudida en el aire pidiendo que nos dejaran cruzar la calle. Un mar de niños con uniformes rojos y blancos se movía el día entero de un lado a otro por las calles del barrio. De la escuela a la casa, de la escuela al mitin de repudio, de la escuela a la manifestación. De la escuela a la casa donde las noticias cada día eran más espeluznantes. Yo no iba directo a casa, yo cruzaba la avenida y caminada media cuadra, luego doblaba a la izquierda y esperaba por mi tía en su oficina. De allí regresábamos juntas a casa en algún carro del trabajo. Una de esas mañanas Rebeca no estaba en su pupitre. La maestra, la que se vestía de uniforme verde y que recuerdo era una mulata bonita que se llamaba Ivón, nos dijo que Rebeca era una lumpen, una vendida y una …no sé, no entendía nada. La mayoría de los niños no entendíamos nada. Ella quería que gritáramos cosas y no lo hacíamos, daba reglazos en la mesa y determinó que como no gritábamos como ella quería debíamos hacer unos dibujos que expresaran nuestro repudio y ponerlos en el pupitre de Rebeca. Yo no pude dibujar, no sé si porque no sabía dibujar ni un miserable palo o porque estaba abrumada. Puedo ver aun el rostro de un niño que no recuerdo su nombre. Comenzó a llorar, no lo escucho, pero siento su miedo, tanto miedo que se hizo pipí en el asiento. Recuerdo que Hildita me miraba con los ojos abiertos y se retorcía su cola de caballo sin parar, Kenia bajó la cabeza en el pupitre y pretendió que dormía. Luego nos dijeron que los que no habíamos dibujado debíamos escribir una palabra en un hoja de papel para pegarla en su pupitre. Cualquier palabra, y comenzó a decirnos cuáles eran las apropiadas: “gusana”, “traidora” “vendida”, “que se vaya” y no sé que mas: yo escribí algo, y no me pregunten qué , juro que no recuerdo, pero una de esas las escribí, todos las escribimos y algunos caminamos hacia el pupitre vacio de Rebeca con la cabeza pegada al pecho, otros con la inocente dicha de haber terminado la tarea. Aquel niño seguía llorando, y llevó su papel con todo su pantaloncito mojado hasta los zapatos. Algunos rieron y la maestra lo mandó a salir. En la tarde, después del almuerzo, nos formaron en el patio. Nuestro grupo había sido "elegido" para ir a darles un mitin de repudio a Rebeca y su familia. Algunos se pusieron contentos, íbamos a dar una vuelta por el barrio, no habría clases. Hacía días se había suspendido las clases de Educación Física pues teníamos que caminar unas tres cuadras para llegar a las piscinas. No era momento de transitar por los alrededores, solamente si era para un mitin de repudio.

Puedo recordar el pequeño portal, las paredes pintadas de lechada polvorienta, una cerca pequeña en el frente. Era una casa bajita, metida en un hueco, parecía haber sido antiguamente el garaje de la casa principal que se veía grande y bien arreglada, con una escalera de mármol y balaústres de hierro forjado, al estilo de todas las de por allá. Todo estaba cerrado, la puertecita de la entrada, las ventanas. No había señales de que hubiera alguien adentro. (Pero durante mucho tiempo soñé que en medio del vocerío Rebeca se asomaba por una esquinita de las ventanas abriendo cuidadosamente la cortinita rosada y nos saludaba con su mano diciendo adiós). La maestra Ivón contó: uno, dos y tres… para que comenzáramos a gritar ¡“que se vaya” “que se vaya”, “pim, pom fuera, abajo la gusanera”! Alcanzo a ver los gestos de sus manos, sus ojos desorbitados que pedían que gritáramos más fuertes, pasamos de la formación al reguero, de la vergüenza al juego, de la seriedad del momento a la diversión, gritar y gritar mas, dar saltos gritando, tomarnos las manos gritando, unir los puños gritando, saltando como solo los niños saben saltar. Teníamos nueve o diez años. La gente pasaba y nos miraba con orgullo, y eso nos hacia gritar mas, algunos nos aplaudían y gritaban otras cosas. No tiramos nada contra la casa, no teníamos nada que tirar, pero sabíamos que algunas personas tiraban cosas, huevos, piedras, tomates, palos. Nos formaron en parejas para emprender el regreso, cantando canciones y gritando “Viva Fidel”, “Viva la revolución”, “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”… Regresamos callados, cansados, extenuados de gritar sin sentido. Me sentía intranquila, con la penita en el estómago, la que me daba cuando hacia algo malo y sabía que vendría el regaño de mi abuela, caminaba con la sensación de no haber tenido un buen día, me sudaban las manos y la frente y mis pies eran demasiado pesados. Una vez en el aula pasé por el lado del pupitre de Rebeca, reparé con ojos temerosos a mí alrededor y con la yema de mis dedos toqué el borde de la madera despedazada de su asiento marrón. Y me pregunté donde estaría en ese momento. Y algo pensé. Pensé que en algún momento le tendríamos que pedir perdón. Cuando salimos a las cuatro y media de la tarde y me disponía a cruzar la avenida para mi rutinaria caminata hasta las oficinas de mi tía ya tenía hambre y creí que ya me había librado de este trastornado día. Llegué a la casa con las ansias de la merienda de mami y de jugar con Miriam y Lissette. Pero nada nos salvó de estas turbulencias. Allí aguardaban más noticias. Una noche me desmoroné en mi cama, cerré los ojos con todas mis fuerzas y me tapé los oídos oprimiéndolos tanto como pude mientras el miedo y la rabia se guarecían despacio y en silencio bajo mis sábanas. Solo tenía diez años. No decía nada, escuchaba hablar a los mayores, ellos me hablaban a mí, daban explicaciones complicadas, y no sé si alguien notó como la tristeza me dio un gran abrazo.
Carlos Varela- Foto de familia

viernes, 23 de abril de 2010

Del primer amor al amor de tu vida

Para L.

Una amiga me escribió para contarme que en el trajín común de una avenida se había reencontrado con su primer amor. Fue él quien la reconoció, se saludaron con alegría pero sin emociones excedidas. Hablaron unos minutos y cada uno tiró de su rumbo. Ella me cuenta que durante el camino trató de agitar los recuerdos, de desembolsar algunas imágenes y solo consiguió poco. Su mente se regodeaba en su vida actual, en los niños, en A. y todos los años de algazara marital donde en medio de desgastes y locuras aun seguían amándose. Me dice que sonreía sola recordando cuando nacieron los niños, los viajes a playa y los cambios de trabajo y de humor y las llegadas tardes y la falta de dinero, los juegos de futbol y la felicidad de retozar juntos en las mañanas del domingo. Pero realmente ella quería recordar a su primer amor. Allí había estado, frente a ella, se hicieron preguntas por más de 10 minutos acerca de la vida después del colegio. Ella me pregunta si su corazón se volvió piedra. Esta mañana sintió que era un guijarro quieto cuando había dedicado un saludo tan ordinario y cordial al muchacho por el que había suspirado de canto a la almohada, disimulado su llanto en cualquier rincón, y deseado su retorno durante tantos años en su vida, cuando creía ella que su vida era solo él. Y yo no creo que haya que pensar mucho. El primer amor será siempre el primer amor hasta tanto te acaricia y permanece el amor de tu vida.

(Pablo Milanés canta “El primer amor” con Tania Libertad. Lastima no encontrar un video en vivo)


Hay quien ha vivido su primer y único amor. Entonces no es el primero, es el único. Pero el primer amor es la melancolía, la que se aleja de una vez cuando un día despiertas y te das cuenta que la vida está en los brazos que realmente son la pasión. El primer amor es la conciencia del despertar, la búsqueda de la primera intimidad, de la necesidad de libertad. Es la irreflexión de la palabra, de la razón sin bridas. El primer amor se torna el primer amor cuando se marcha. El amor de tu vida no se va. Es la sabiduría, el roce cuidadoso, la voz que urge, el sosiego de tu día. No va a salir de ti, no partirá. Tu corazón creció y le hizo lugar a tu primer amor. Lo llevas contigo sin saber que aún lo llevas. No pesa porque nada de lo que te convirtió en la persona que eres puede pesar. La cicatriz será el impulso. Cuando un día te reencuentras con el primer amor, cuando frente a la curiosidad del tropiezo te atrapa la gracia y el mundo sigue brindándote su mismo día radiante, ya sabes que nada hará que tu corazoncito se convierta en guijarro quieto, porque el pasado es lo que es: lo que ya no es. Tu corazoncito te reveló el secreto: el amor de tu vida es tu más extraordinaria posesión.

(Pablo y “El amor de mi vida”, una de sus composiciones más bellas, con su hija Suylen)






viernes, 16 de abril de 2010

Mis fotografías

Aun tenía algunas fotos que quería compartir. Esta es del edificio que actualmente, desde el año 1986, ocupa la embajada de España. Era conocido como el Palacio Velasco terminado en 1912 y es de las pocas muestras de Art Noveau en la ciudad. Está en la esquina de las calles Capdevila y Agramonte.

El monumento al General, mirando al mar pues era extranjero. Obra arquitectónica del artista italiano Aldo Gamba. Inaugurado en 1935. Ese día en la Cabaña dispararon 21 salvas de artillería y dos aviones dejaron caer flores mientras se escuchaban las notas del Himno Nacional. Está rodeado por varias avenidas en la salida del túnel lo que hace difícil el acceso al parque que lo rodea.



Aquí una tarjeta postal de la década del 50. El Palacio Presidencial y el Palacio Velasco detrás, y al frente el monumento al Generalísimo Máximo Gómez.


Un paseo por el Malecon en julio del 2009








viernes, 9 de abril de 2010

Algo para disfrutar

Lo comparto solo porque lo he visto y he sentido la satisfacción de escuchar la voz, la canción, la pasión de la intérprete, ¿verdad? No bailarines, no vestidos brillosos, nada de movimientos violentos, ni orquestas modernas mezclando sonidos para realzar el tono. ¡Qué voz! Disfrútenlo.



You want all my love and my devotion
You want my loving soul right on the line
I have no doubt that I could love you forever
The only trouble is, you really don't have the time
You've got one night only, one night only
That's all you have to spare
One night only, let's not pretend to care
One night only, one night only
Come on big baby come on
One night only, we only have 'til dawn
In the morning this feeling will be gone
It has no chance going on
Something so right has got no chance to live
So let's forget about chances, this one night I will give
You want all my love and my devotion
You want my loving soul right on the line
I have no doubt that I could love you forever
The only trouble is, I really, really don't have the time
You've got one night only, one night only
That's all I have to spare
One night only, let's not pretend to care
One night only, one night only
Come on big baby come on
One night only, we only have 'til dawn
In the morning this feeling will be gone
It has no chance going on
Something so right has got no chance to live
So let's forget about chances, it's one night I will give
One night only, one night only
Come on big baby come on
One night only, we only have 'til dawn
One night only, one night only
There's nothing more to say
One night only, words get in the way
One night only, one night only...

jueves, 8 de abril de 2010

El abanico de seda

Hemos terminado de leer el libro “El abanico de seda” de Lisa See. Buscando información sobre el tema acerca de esta no tan antigua, tradición china encontré una noticia que data de hace más de diez años, 1998, publicada por la agencia china de noticias Xinhua. En la nota se anuncia el cierre de la última fábrica de los zapatos pequeños que usaban las mujeres que se vendaban los pies. La producción de los mismos incluso había aumentado a finales de los ochenta y principios de los noventa ya que comenzaron a producir una línea de diseño para mujeres adultas, mercado que subsistía pues aun en 1950 en zonas montañosas remotas todavía vivían mujeres con pies vendados. Entre 1991-93 se vendían unos dos mil pares anualmente, pero a finales de los noventa ya no tenían mucho que hacer con este tipo de zapatos que ni siquiera servían para los niños. Me dejo azorada. Aun existía producción de este tipo de zapatos.
Por suerte para las niñas chinas los “pies de loto” o los “lotos dorados” ya no se considera uno de los ineludibles rasgos de belleza que pacta un buen casamiento. No puedo siquiera imaginar el sufrimiento de las niñas que a sus cinco o seis añitos comenzaban a soportar tan descomunal martirio.
A lo largo de la historia de las tradiciones, de las culturas de los pueblos más o menos antiguas, e incluso actuales hemos conocido o escuchado de costumbres o hábitos de vida que denigran al ser humano, y que sobre todo, porque casi siempre es así, son el fruto de la pretension de poder de unos sobre otros. Pero puedo decir, leyendo este libro y todo lo que he encontrado acerca de este período de la vida de China, que esta tradición es una de las más crueles que he conocido.
Diez años (y varias etapas) duraba el proceso de vendado y transformación de los pies, diez años primero de congoja y desconsuelo y la vida entera para sentirse inhabilitada, desarmada. Total, para llegar a otra casa y que otra mujer que ha sufrido lo mismo que tu te trate peor que a un perro.
Recuerdo una historia que  mi abuela me contaba sobre lo que tuvo que soportar cuando asistió a “la escuela de monjas” (así la llamaba ella y con esto no trato de descalificar nada, pues no se qué escuela era, ni que congregación, ni donde estaba). Me decía que a ella y su prima y otras más las trataban peor pues eran de las niñas de familias pobres. Las hacían ponerse unas batas de mezclilla a la hora del baño, tenían que bañarse así vestidas y gastar poco jabón. Algunas monjas las vigilaban siempre durante el proceso con una especie de fustas en la mano que mi abuela llamaba cujes y cuando ellas consideraban que las muchachas estaban haciendo algo incorrecto como: gastar más jabón de lo debido, demorarse excesivamente con las manos dentro de las batas enjuagándose, levantar los brazos para lavarse el pelo con algún “gesto pecaminoso”, dejar caer algo al piso, entre otras cosas, la monjas les daban azotes o cujazos. A mí esto me hacia llorar y me parecía el fin del mundo. Y lo peor era escuchar a mi abuela decir que “era duro mija pero aprendí bien y me  enseñó a ser fuerte en la vida”. Y a veces hasta decía: "era la costumbre de la época". Pero yo no me lo puedo creer.
¿Quién, cuándo, cómo, puede hacer valer, creer, establecer, dejar proliferar el abuso cualquiera que sea? ¿Cómo pueblos con culturas ricas, vastas, exportadores de productos que invadían el mundo, con adelantos en la investigación médica, con hombres cultos, filósofos conocedores de otras culturas y costumbres podían permitir , defender y ni siquiera alzar su voz en contra hábitos, costumbres, o tradiciones tan antinaturales, crueles, denigrantes, inhumanas? Pues bueno, yo tampoco sé. Les recomiendo el libro, pues la historia que cuenta es desconcertante, emotiva y desgarradora, pero necesario conocerla.

miércoles, 7 de abril de 2010

La otra (VII)

Lo vio por primera vez una mañana de airecito frío cuando regresaba a casa. Llevaba varios bultos en los brazos y justo cuando doblaba la esquina creyó desfallecer entre el agotador peso y el sobresalto del encontronazo con aquel rostro pálido dominado por unos grandes ojos azules como dos almendras confiadas. Había recogido la ropa de cama en la casa de Silverio Cabrera, uno de los hombres más influyentes del barrio, tenedor de libros de varios negocios, cobrador temible y dueño del bar más concurrido en las tardes de billares. El bar “La Primera” lo manejaba con destreza su cuñado Evaristo, el hermano de su mujer, y el que le merecía toda su confianza. La señora Cabrera le había entregado la ropa bien plegada y envuelta en el papel de estraza desechado por su marido y le había repetido la perorata de siempre que ahora le zumbaba en su mente como mosquito en desespero. Cambiaba la ropa de cama cada tres días y África debía estar allí a las siete de la mañana en punto para llevársela con todo cuidado a su tía Aguedita, única persona que la señora Cabrera permitía que lavara sus lienzos, fundas, edredones, sábanas y forros de cojines. Recomendaba especialmente que fueran enjabonados en palangana blanca, con jabón de añil y si era posible con jabón de coco que aunque era más aceitoso blanqueaba mejor y dejaba un olor más natural además le gustaba que se lavara y revisara pieza por pieza, tomando extremo cuidado de los encajes y gasas, y orientaba que fueran enjuagados en una cubeta que solo se usaba para la lencería de esa familia, luego eran rociados con agua de rosas y solo podían ser colgados en las tendederas a partir de las diez de la mañana y recogidos antes de las cuatro de la tarde, para evitar que el humo de fogones encendidos y la leña en los patios de las casas del barrio les impregnara olores fastidiosos. África entró por la puerta del pasillo lateral que daba directamente al patio donde ya su tía y sus primas montaban y desmontaban palanganas y cubetas, enjuagaban las tablas de lavar y los rodillos y subían y bajaban estacas sosteniendo las tendederas, las líneas más cercanas a los muros con toda la ropa oscura y de hombre siguiéndole las enaguas, faldones y atuendos de diario de mujer y por último los manteles de lino y la tela bordada de la costurera. En el cuartico contiguo de la cocina Caridad tenía desplegada toda su montaña blanca lista para el almidón y la plancha.

No supo lo que habló, lo que hizo, o lo que le dijeron los demás en todo su atareado día. Una sonrisa indeleble se alojó en su boca, caminaba en puntas, abrazó a la vieja Caridad como tres o cuatros veces mientras rociaba agua en el pote de fécula aromática y dejó sobre la mesa el plato de arroz y quimbombó sin ni siquiera tocarlo. No supo a qué hora recogió las tendederas ni dobló la ropa o fregó la loza, no respondió a nadie una palabra cuando todos le preguntaban “y a ti que bicho te picó”. La noche no le facturó cansancio pero le inundó su pecho con aquel rostro pálido dueño de unos diáfanos cristales azules. Días después supo que era un joven artista llegado al barrio, con su madre enferma, y que trabajaba en la zapatería “La Nueva Concepción” dos calles más abajo. Vivían subiendo la lomita de la Avenida Porvenir en dirección a la calle Acosta y no pudo dejar de pensar en el próximo encuentro. La ropa de cama de la señora Cabrera llegaba cada tres días a las manos de la tía Aguedita echa un fajo trabado y revuelto, o la tía la encontraba tirada en cualquier mueble de la sala. Caridad ya no sabía que cocinar y ofrecerle a la niña África para que abriera la boca y tragara bocado. Llamaron a la comadrona pues los servicios del médico eran muy caros, y esta le mando una infusión de tilo pues notó su corazón trotando como caballo desbocado. En la puerta de la casa le dijo a la familia que esa tarde ella misma se ocuparía de una diligencia que devolvería “la niña al rancho”.
Cerca de las seis y treinta de la tarde tocaron la puerta con varios aldabonazos más ligeros que un hipo. Caridad escuchó algo al salir del primer cuarto donde había dejado ya la vela y el agua. Se quedó de una pieza al ver a aquel joven, alto como una vara, blanco como papel y tan exangüe y ligero con esos “ojos de aceite” y un ramo de rosas en la mano. Esa tarde sus tíos consintieron el inicio de las visitas apropiadas. A pesar de que África “se tomó su jugo de pera completico sin dejar gota” a Caridad la cosa no le vino muy bien. Le tocaba hacer de chaperona dos veces a la semana en la sala de visitas a la hora precisa en que ya su vela y su vaso de agua estaban en la mesita de noche y su existencia lista para derrumbarse en el catre.

África acogió el amor deslumbrándose ante el obsequio más costoso y exclusivo. En sus últimos años nada la había iluminado ni la había hecho sonreír tanto y tan alto como esta conmoción de su cuerpo que se agudizaba tres veces a la semana a las seis y treinta de la tarde. Su enamoramiento no se parecía al de la prima Berta que tiritaba como gorrión calado ante la estampa de Antonio. No padeció o se angustió, sintió placidez y felicidad, no se desesperó los días de lluvia, disfrutó el sonido de los coches y carretones a través de la ventana hasta que aparecía el paraguas negro con agujeros, no perdió el apetito de ningún modo y comía golosinas a ratos. No pasó horas delante del espejo arreglándose la maraña de su pelo ni empolvándose el cuello como un lagarto, dejaba sus cabellos sueltos y libres y luego de tomar el baño sin apuros ni remilgos dejaba que el agua se secara en su cuerpo como una caricia lenta. Todos los días sentía que nacía dentro de sí misma, que los colores del sol a la hora del lavado eran su mejor compañía, que el ruido de las calderas eran gorjeos tiernos, y sus brazos eran más fuertes que nunca y sus deseos de vivir infinitos y perdurables.
Esa tarde de Abril de 1932 ella abrió el portón con alegría, se le colgó en el cuello y ante la mirada estupefacta de la vieja Caridad le besó en la boca con dulzura, tomó su rostro entre sus manos y le besó sus ojos azules con esmero y paciencia, le besó la frente mientras acariciaba sus mechones rubios y regresó a su boca que ya le esperaba sin temor y en desespero. El ramo de rosas cayó al suelo desgajado, salpicando gotas de agua aun empaquetadas y él le rodeo la cintura con su mano amplia para no dejarla escapar. Al menos no por ahora.