
Se llamaban “apagones”. Con el tiempo, el rigor, y el desamparo el pueblo marginó este sentimiento y comenzó a nombrar los “alumbrones”. Estar totalmente a oscuras en el calor abusivo del verano habanero, sin más ropa posible que sacarte, el estrés para desconocer que ya diste tres mil vueltas a la cocina buscando que comer mientras te mantienes alerta al diabólico sonido del aleteo de las cucarachas voladoras es la imagen más atroz que recuerdo de aquellos terribles años entre 1990 y 1995. Días enteros, noches enteras. Y como todo sucedía en nuestra isla, el “apagón” se hizo ley, y lo que se hacía ley era bueno para luchar contra el imperialismo y subsistir. Y llegaron los “apagones” planificados, por áreas, municipios, sectores, horas, días y ¡Oh alegría, días libres de ellos! Todo masticadito en el periódico para que te preparas con antelación. Recuerdo en mi último año de carrera a la profe L. de Economía Política cuando dejaba la tarea: “Oigan la gente de Playa y 10 de Octubre recuerden que los toca apagón esta noche, así que empiecen temprano a estudiar, no quiero inventos para la próxima clase, están avisados….” Y yo me iba con aquel mal sabor de no poder agarrarla por el cuello.
Sí señor, estábamos avisados. Que era lo mismo que mira a ver a qué hora le plantas la zambumbia a la gente en la mesa (que por muchos años eran recetas todas relacionadas con col) o si tienes la dicha de ver la novela brasileña esta noche, y a qué hora te levantas para llenar los tanques y cargar el cubo de agua para el baño, o a ver si estudias tempranito antes de irte a la escuela, o si esta noche podremos tener sexo en medio de este vaporón insufrible y ventanas abiertas y vecinos en los portales, y luego “caete pa’tras” cuando llegue el recibo de la electricidad.
Yo era joven y acarreaba conmigo el ímpetu de la resistencia aunque en sus últimos y finales estertores. Pero hubo días infames, los odié con toda mi alma, lloré por hambre y por consternación. Y aunque a muchos les parezca que el mundo tiene cosas peores que ver, en aquella hora en aquel cuarto mío, en aquella sala con la familia en medio de conversaciones donde no nos veíamos las caras durante horas ni podíamos dar un paso ni llevar a mi abuela al baño, sentía que nada podía ser peor, hasta que aparecían las desgraciadas cucarachas voladoras para hacerme sentir más pequeña, impotente y desmoralizada de lo que ya era.
Uno de esos días en que no se dormía amanecí tirada en el piso de mi cuarto y en cuanto apareció la luz de la mañana algo había cambiado definitivamente en mí. Aun no sabía que era. Agarré mi vieja y destartalada máquina de escribir, regalo de nuestro querido amigo A. el día que su abuelo pensaba tirarla a la basura y comencé a borronear como demente lo que me dejó la noche. No era un poema, que no soy yo poeta, pero al cabo de los años me di cuenta que había sido entonces la esencia del cambio, la catarsis, el día que aquel desgraciado apagón me devolvió definitivamente a la realidad, la que aun yo no quería aceptar, y todo el mundo en que yo había creído se me vino encima. Estaba triste. Era el mundo que mi abuelo me había regalado. La caída fue dura, de golpe y pendiente, pero de esa todos nos hemos ido recuperando.
Y bueno ahi les suelto otra de mis cositas personales y que hoy le dedico a mi esposo.
“Black out”
(1993)
Únicamente tenemos nuestros propios deseos.
Hemos perdido las palabras
Ya no podemos nombrar siquiera la tristeza
la desesperación
el enquistamiento
la vergüenza.
No me preguntes cómo ni cuándo ni para qué.
Sobrevivo de la ternura el rocío el sol
porque sin más aviso que el haberme despertado
me vino encima la violencia y el desgarramiento
no tuve más vocación ni voluntades, quedé tropezando y temiendo
al borde o lejos de todos los caminos.
Por suerte en estos tiempos de desamparo
estoy enamorada.
Al menos no cargo encima siempre
Noches sin descubrir estrellas
o mañanas de horribles torpezas
o muchas tardes sin reclamos de mi corazoncito necesitado.
Todavía no auguro des-llamadas o des-recuerdos
porque aun tengo pecho para repetir su nombre.
Pero aunque no se me ha muerto la esperanza
se sostiene la injusticia de aquellos
que también están al borde o lejos
de todos los caminos
y que además, en estos tiempos de desamparo
no están enamorados.
Que no pueden compartir serenamente las batallas
y estos primeros pasos
y que tienen en su rostro los más absurdos
síntomas de muerte.
No estoy segura si todo ha de ser
exactamente irrepetible
No sé si se trata de elegir o inaugurar
no sé si la barrera estallará como un relámpago.
Yo estoy finalmente, enamorada y perdida
en esta tierra que se está tornando demasiado áspera
en esta ciudad donde el silencio atrapa
a los que trabajan para cumplir solo con la mitad de su agonía
En este pedazo de mi misma
donde me aguarda por instantes
un sueño desprendido
y una verdad intocable
¿No podría ser acaso de otro modo?