lunes, 1 de febrero de 2010

Mis fotografías de la Habana

Para Lilia.
Las fotografías son lo que tus ojos revelan. No importa qué edificios y colores asomen, qué emoción tenga el rostro de la gente, o cuán espectacular sea el panorama. Ante tus ojos surge lo que tu realidad y tu vivencia cargan. El entorno, el contexto, la vibración eres tú. Mis fotos de la Habana me granizan. Me devuelven por un rato la alegría y por prolongado el desconsuelo. A veces siento que estoy allí. Mis fotos de la Habana no son artísticas ni serán de galardones. Mis fotos de la Habana son mis ojos en cada visita a la nostalgia, a la tremenda estancia en la ciudad donde el tiempo se adormeció sobre su Malecón infinito, sobre las piedras que guardan la memoria del famoso Antonelli ingeniero de La Corona y padre del Morro y su faro avizor, sobre los ladrillos marcados con la piel de los negros en la vieja Catedral de San Cristóbal tantas veces incendiada, saqueada y reconstruida. Las fotos asumen el tiempo convertido en un descomunal letargo. Un espontáneo reflejo de pasos apurados, cuesta abajo en La Rampa cuando tu corazón se zarandea mientras el mar se avecina, en la Plaza donde Martí recuenta la leyenda con silencio de sepulcro, en las estatuas de los hombres valerosos que miran y no miran al mar, en mi calle, en la tuya, y allí donde ni siquiera aun se ha levantado un techo para alguna familia, el tiempo se convirtió en laguna, en memoria difunta, en resuello extinguido. Y cuando miro las fotos que logro hacer de La Habana en cada visita a la nostalgia eso veo. Y me recuerdo recorriendo el Morro y La Cabaña y tapándome los oídos para que el resonar de los cañones a la 9 de la noche no me deje aturdida. Y me recuerdo andando sobre los adoquines de la Plaza de la Catedral sin atreverme a dar un paso adentro de la iglesia pero cimbrada ante la majestuosidad de su belleza, echando un vistazo a mínimos recuerdos y comprando tonterías en las mesas de artesanos y pintores. Y siento mis pasos apurados bajando La Rampa, llena de alegrías y sueños para el futuro, con las amigas y los helados y el cargamento de libros, esperando que nos sobre un poco de  tiempo para sentarnos un rato en el muro del Malecón. Y noto mi presencia, en la Plaza de La Revolución bajo la soberbia de un Martí gigante, gritando arrebatada los “Vivas” al futuro que me ofrecieron los mayores embusteros de la patraña que nos llenó corazón y espacio, y vibro emocionada, enlazada en la cabalgadura del Generalísimo, en mi aula del Pedagógico mientras la profe Fátima, mujer de las guerras desoladas, nos hace irremediablemente cargar al machete con los mortales cuyas memorias también han sido saqueadas. Yo soy las fotografías que tomo. Y soy la retentiva, la invocación, el color, y el gris azulado del mar y soy el muro descascarado y soy la calle hendida y el edificio quejumbroso con sus sábanas suspendidas y goteantes. Soy un punto más en ese tropel que no sabe si bajar o subir las escaleras del Capitolio, atributo que no recordamos ya lo que representa después de tantas invenciones. Mis fotografías no son de concurso, no tienen la luz adecuada o la velocidad de obturación no fue la correcta, o quién sabe cuántas de esas cosas técnicas no expresan. Pero están ahí, las he tomado yo, durante los mismos días que volamos felices a vivir con la familia, durante las mismas jornadas que toleramos las embestidas de los malos servicios, la falta de artículos necesarios, y nos llenamos los pulmones de olores inquietates provenientes de lo que aún alguien denomina carros o medios de transporte, los mismos días que advertimos a la gente caminar cansada, agotada de buscar y no encontrar, de vivir sin vivir, esos que también pretendemos olvidar todo y nos reímos a carcajadas cuando aquellos a los que extrañamos durante todo el año nos cuentan el último chiste callejero, caricaturesco y ridículo cuento sobre sus realidades habaneras.

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