jueves, 4 de febrero de 2010

La otra (III)


Era cardenense. Nació en la ciudad en la que por vez primera ondeó la bandera cubana, creada y traída por los independentistas desde el exilio en una expedición al mando del General Narciso López; nació en el pueblo que lució el primer monumento a Cristóbal Colón en toda la América Latina, en la localidad que inauguró la luz eléctrica en la isla, donde se fundó el primer Colegio Médico y el primer Museo de Historia Natural de Cuba. Nació en Cárdenas, ciudad de insignes poetas y músicos, cuna de Virgilio Piñeira, genuino heredero del ímpetu de la isla, en la ciudad donde su bahía como una madre que expone su pecho y cierra sus brazos para dar refugio a su hijo, envuelve el pedazo de mar que acaricia sus líneas en la paz de la siesta.

Han pasado más de setenta años desde aquel desamparado día en que sus pies se desentendieron de su cuerpo y su estómago sufrió esa punzada, delatora de la angustia que la acompañaría para siempre. Hoy, ella podía evocar, a través de la ventanilla del carro, mientras el aire le palpaba el rostro y le revolvía los mechones de la frente con un “ay mi madre, pero que viento, y ¿cómo me voy a peinar después?” , las imágenes de sus días en la vieja ciudad, las calles que recorrió tantas veces desde la Botica del señor Aurelio, hasta la panadería de los asturianos, y la vuelta a la Plaza del Mercado de la mano de las primas, y el domingo temprano en la iglesia, con aquellos tres portones de madera firme y talanqueras de hierro entrelazado que la asustaba y la cruz inmensa al final del oscuro pasillo donde los arcos parecían nubes detenidas. Podía escucharse otra vez pidiendo a su abuela ¿“Por qué no vamos mas tardecito, cuando salga el sol y haya claridad?”. Le temía a ese símbolo de la muerte y le asustaba el silencio vacío que jugaba a hacer eco de sus pasos. Pero hoy, recordaba esos días y sonreía a través de la ventanilla del carro, inquieta, y resignada. Un funeral no es una gala de la familia pero al menos es una ceremonia y un gesto para un digno adiós, un motivo de vuelta, un regreso al hogar.

Recordó como las muchachitas a veces se asomaban al patio mientras ella estaba sentada en su banquito, pero no solían acompañarla. Su tío a veces aparecía. Traía otro banquito de tablas y se fumaba su cigarro y en una mano sostenía una jarra de agua tan grande que parecía que iba a sacarle el jabón a los manteles de lino que estaban en remojo desde la mañana. El comenzaba a hablar, primero contaba triviales anécdotas de la jornada en aquel tramo de ferrocarril que llegaba hasta Bemba y que ahora hacían ajustes para arreglar el otro ramal más largo, y que “ese camino de hierro se lleva por delante el mundo, y el ruido me tiene loco, pero allí es como mi casa y las estacas que usamos ya son más grandes que mis hijos, y no digas ya tú el calor que por estos días es insoportable y eso que a veces ha llovido, cuanto daría yo por trabajar allá donde el tranvía eléctrico cerca del barrio de La Marina”… y mientras hablaba la miraba con el rabillo del ojo a ver si ella prestaba atención, después venían bocanadas de humo, sorbos de agua, tos y salivazos. La cantaleta seguía un buen rato, Pucho se acercaba, se sentaba en el suelo de tierra donde se le humedecían sus pantalones y se ponía a escuchar con la cabeza recostada sobre sus rodillas y se adormecía apaciblemente en tanto venían las mejores historias, esas que ella se sabía ya de memoria pero adoraba, sobre el día que develaron la estatua de Colón frente a la parroquia y una viuda se desmayó de tanta emoción aunque él creía que había sido por otra cosa, el júbilo del barrio cuando inauguraron la segunda barbería más importante de la ciudad, el desfile para la inauguración de la tienda mixta de la gente que vino de Canarias, con música, coches y caballos, y la historia que parecía secreta pero de todos conocida sobre la hija del señor Calvino, bodeguero y fiador connotado, que se escapó con un mulato viejo, mambí y bandolero, en una embarcación pequeña que robaron y nunca más se supo de ellos. Esas historias las conocía, las escuchó muchas tardes en el patio.

Setenta años son demasiados. Las canas no guardan mocedad. Jamás se tiñó el pelo ni lo tuvo largo. Suerte de su cuerpo y su postura, luciendo sus piernas torneadas, sus tobillos amables, su rostro tan suave y colmado de un apego indescriptible por cualquier cosa que veía y tocaba. Cuando se bajó del carro y se vio frente a la casona otra vez, se le doblaron las piernas. Confundía a veces nuestros nombres, liaba los trapos, cucharas y manteles en las gavetas de la cocina, y botaba los papeles importantes, pero la imagen de aquel día era un espejo en su semblante. Ella parada en el umbral de la puerta, la puerta abierta y ella queriendo que se cerrara de un portazo imborrable, Pucho le agarraba su mano y le susurraba “no vayas a llorar”. Sus sentidos no le reconocían, sus párpados golpeaban sus ojitos como el mazo en el mortero cuando machacaba las semillas de comino, creía que sus huesos reventarían en cualquier momento, aquella punzada en el estómago, las ganas de vomitar toda la poca comida de los últimos días, de desterrar las palabras y el llanto. Ese minuto interminable era más de un dolor, eran dos dolores, eran miles juntos. Si hubiera levantado la vista no se habría movido. Su abuela, apoyada en el sillón, parecía lo que un manojo mustio de rosas tiradas en un charco. Si hubiera levantado su mirada, habría visto esos lagrimones rosados en su rostro oscuro y eso le habría sacado la rabia y hubiera llorado con una perreta de las grandes como si fuera una niña pequeña y no la muchacha de complexión robusta que todos veían. Agarró la mano de Pucho tan valerosamente como pudo, abrió la puerta sin hacer ruido, tranquila y soberbia, y le dio la espalda al único mundo que conocía. Esa noche se fueron a La Habana, pero lo irremediable no la rendiría. Después de muchos años hoy cruza “el puente más lindo de Cuba”, con ese nombre que le costaría recordar. Atravesó el puente de Bacunayagua con sus más de 300 metros a cuestas y con sus memorias aflorando. Pero hoy tampoco, como hace setenta años, lo irremediable la rendiría.

Aunque estoy a punto de renacer,
no lo proclamaré a los cuatro vientos
ni me sentiré un elegido:

sólo me tocó en suerte,

y lo acepto porque no está en mi mano

negarme, y sería por otra parte una descortesía

que un hombre distinguido jamás haría.

Se me ha anunciado que mañana,

a las siete y seis minutos de la tarde,

me convertiré en una isla,

isla como suelen ser las islas.

Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,

y poco a poco, igual que un andante chopiniano,

empezarán a salirme árboles en los brazos,

rosas en los ojos y arena en el pecho.

En la boca las palabras morirán

para que el viento a su deseo pueda ulular.

Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente al horizonte,
veré salir el sol. la luna,

y lejos ya de la inquietud,

diré muy bajito:
¿así que era verdad?

“Isla”, 1979 Virgilio Piñeira

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