viernes, 26 de marzo de 2010

La otra (V)

Recostó su cabeza sobre el respaldo del asiento de atrás, exigiéndole a sus ojos cansados no abandonarse al ritmo remiso que desparramaba ese carro viejo y rumoroso pues siempre le impresionaron los viajes por carretera. Los dos últimos días habían sido diferentes, sentía que los había vivido como en una nube, desde donde percibía y a la vez era parte aunque no siempre lograba comprender. Con el fresco en su rostro retornó en su imaginación a la casona, los sillones acomodados por el portal y la sala, el gentío en el comedor grande y la cocina en donde Verena, la hermana más pequeña de Isabelita no paraba de colar café; y atrás algunos hombres fumando bajo la sombra de la glorietica del patio, y en el pasaje que da a los cuartos con un tropel entrando y saliendo, preguntado por el baño, pidiendo un poco de agua. Todos los rostros quedaron mezclados en su memoria. No conocía casi a nadie, salvo a las muchachitas, que ya eran tan viejas, arrugadas y mañosas como ella. No reconoció los colores de las paredes y apenas se notaban las molduras pues todo tenía la misma tonalidad blancuzca ceniza y cascajosa. Los muebles de cedro del salón principal, que acogían a las visitas más importantes, con sus asientos de brocado y seda ya no estaban. La mesa del comedor había sido sustituida por una de hierro y cristal, pero el viejo aparador de columnas imponentes y lunas insertadas que su tío abuelo, conocido carpintero y ebanista, había tallado con sus propias manos, aun estaba allí, parecía una ballena en medio de un arroyuelo. Todavía se preguntaba si realmente toda esa gente conocía a la pobre Isabelita, que vino a morirse solterona y se despedía del mundo de los vivos en el mismo lugar donde su madre la había traído a este: en la sala de la casona, pero aquella vez sobre una vieja colchoneta de saco blanco, hoy, “…la pobre y que Dios la guarde”…, estaba metida en ese ataúd que ya habían notificado (según le contó una señora asistente al funeral y a quién tampoco conocía) era de baja de calidad y poca resistencia, de madera blanda, húmeda, de cartón y pino, ya que el suministro de sarcófagos en la provincia estaba en declive luego de que la fábrica de ataúdes cerró y los pocos que llegan vienen desde Oriente.

También le sonaba que algunos la habían llamado hasta por otro nombre. Parece que la habían confundido, algunos la llamaban Hilda, otros África, y le preguntaban por su prima Delia y la familia de la Habana y las nietas “…vaya usted a saber, después de tanto tiempo, y no saben que Delia ya murió… las nietas bien, grandísimas, por lo demás…será que la vejez…”. Sus ojos se cerraron por varios minutos, un bocinazo espeluznante la sobrecogió y se despertó sin reconocer su rumbo. Aún estaba asustada y pensó por qué no les había hecho caso a las nietas y había dejado que ellas o una de ellas la acompañara.

El fresco era tibio pero su cansancio era atroz. “La Habana está ahí mismo ya”. Recostó su cabeza otra vez, otro bocinazo pero ya no miró. Recordaba un velorio confuso y un funeral triste. Isabelita no dejó hijos, ni marido, ni nada en este mundo que recapitulara su presencia. Solo ellas, las hermanas, de las que ya solo quedaban Raquel y Verena, y su querida prima, ella, África, pues los otros se habían marchado también. Amigos y vecinos sí, muchos. Sus años de costurera le valieron cariños (y rencores), el cuidado de sus padres y hermanas cuando se fueron enfermando y envejeciendo uno a uno, hicieron fulgurar su paciencia y su bondad. África hablaba por teléfono con ella esporádicamente. La casa, el viejo y las nietas la mantenían sin un minuto de reposo. Ah, las nietas, “…debieron haberme acompañado. Que funeral tan triste. Dos o tres sobrinos. Uno dijo unas palabras, pero que sabía, si nunca habían vivido con ella…tengo que buscar en la caja de las fotos, y enseñarle a mi niña la foto de Isabelita y la de Verena, yo creo que de Raquel no tengo, por ahí hay alguna de…el día que me toque a mí ¿cómo será, estarán mis hijos, mis nietos, mi niña dirá algunas palabras, estará triste, me recordará siempre, le contará a sus hijos de todo esto, de lo que hicimos juntas…”. El sol le calentaba la cara, tenía el cuello sudado y la blusa de ovalitos negros hecha una maraña. “Oiga mi vieja, vamos, despiértese que ya llegamos…mire, ahí está la nieta en la puerta, seguro ya estaban preocupados… ¿Descansó un poco? “

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