martes, 2 de marzo de 2010

La otra (La caja de las fotos)

Una noche de aquellas en que me gustaba sacar la caja de las fotos, una desteñida y antigua caja de cartón que alguna vez se compró con un cake (pastel) de cumpleaños y que tenía una imagen de una flor púrpura colosal en su tapa, Mami me enseñó la fotografía en la que ella y su hermano Pucho están sentados en una banqueta de cedro sin respaldo, con asiento forrado y apoyos altos con formas redondas, donde descansaban sus bracitos para una incómoda pose de retrato. Me decía que no lograba recordar esos rostros. Tocaba con la yema de sus dedos la carita pequeña y graciosa de Pucho que todos confundían con la de una niña con bucles largos y bruñidos y el vestido que parecía una prenda de bautizo. La yema de sus dedos repasaban la antigua foto, de viejo sepia y blanco crema, su boca dibujaba un rictus de melancolía y sus ojos se llenaban de gusto. Pucho murió joven, al menos eso pensaba ella ahora, con sus más de setenta y tantos mayos a cuestas.
Se acercaba la foto a sus ojos, por entonces casi sin pestañas y concentraba todo su esfuerzo en ese repaso preguntándose si en realidad algún día estuvo ahí. Recordaba vagamente haber visto en el baúl de las telas y atavíos de ocasiones aquel vestidito cándido con encajes de nieve, la tira bordada que su abuela cosió varias veces ajustando las tallas pues había sido varios años atrás la bata de bautismo de su prima Isabel, y los calzones bombachos que no la dejaban moverse con soltura. Baúl que, abría sus ojos y llevaba sus manos al pecho mientras me contaba, se había quemado el día que explotó el fogón en la casona vieja, pues se guardaba en un cuarto contiguo a la cocina que servía de almacén para cualquier cosa. Yo quedaba boquiabierta, pues terminaba diciendo: “el gato se había quedado dormido encima del baúl”.
Se aproximaba la fotografía una y otra vez casi hasta rozar su nariz y yo la seguía empinándome hasta el dorso tibio de sus manos. Desde aquella banqueta, después de varios ensayos, palabras dulces y regaños, acomodos, y varios “espérese por favor” al fotógrafo, podía (y lo decía cerrando sus ojos) palpar la delicadeza de los pliegues en la falda negra de su madre, su tocado con cinta negra y adorno brillante y su pelo ondulado levantado con el gancho que también usaba su abuela, y el sombrero a mano por “si hubiera demasiado sol”. Su madre los miraba con ternura y reía como una chiquilla ante cada movimiento de ellos que impedía al fotógrafo hacer uso de su daguerrotipo. ¿Cómo podría imaginar que esa sería la última vez que estaría presente para un retrato familiar? Mami quedaba en silencio mucho rato cuando se le asomaban esas memorias, cuando pronunciaba esas palabras. De su madre solo tenía esos tres o cuatro retratos y algunas historias contadas por la abuela. Igual que hizo Mami conmigo, las historias, que eran la realidad y el escenario, me las contó ella a mí. Me pasaba la mano por mi pelo desordenado y me miraba diciendo sin palabras cuanto de todo eso sabíamos las dos, cuanto de todo eso teníamos en común, de las retiradas y los abandonos, de los reemplazos de las familias, pero yo aun no lo comprendía. Pronto comencé a remar en todos nuestros charcos. Comencé a preguntar lo que ella no quería confesar por voluntad propia, a colmar  los silencios, a darle forma a los espacios que ella urgía dejar ver. Y me abstraía por horas revisando la caja de las fotos (era uno de mis juegos favoritos) rehilándome historias, y podía escucharla a ella mascullándome nombres y considerando lazos familiares, trastornando leyendas de amores y tropiezos, todos llenos de entretejidos ímpetus y ella dentro de esos mundos. Ella siempre fue así. Fue así en el pasado donde no la conocí y fue así en la vida que me entregó. La heroína de su vida. La heroína de mi vida.
Fue esta la fotografía que me trajo aquella noche. La imagen con la que quiere que emprendamos su historia, su trajinar en zapatos apretados, su estancia en vuelos ajenos y propios, en sueños de los que se apoderó con la dulzura de las frutas coloridas en cosecha, plantándolos en sus palmas abiertas para otorgarlos sin reclamos ni anuncios. Tomo la fotografía y veo una pequeñita de ojos oscuros y curiosos, de mirada valiente sin dudas, y mientras sus ojos se colmaban en la contemplación de la sonrisa de su madre, sin saberlo me entregó su energía y su carácter, el jugo vital de su ser.

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