jueves, 21 de enero de 2010

La otra (II)


Tenía 3 años y arrastraba un banquito de madera hasta el patio y miraba al cielo pidiendo que la trajera de vuelta. Su hermano Pucho la miraba con el rabillo del ojo y a veces se le acercaba y se quedaba a su lado sin saber que decir. El era más pequeño y apenas percibía su ansiedad. La mayoría de las veces se daba la vuelta y encontraba siempre algo con que ponerse a jugar. Era difícil ver algo a través a de las tendederas atestadas de sábanas, ropa de hombre y enaguas infinitas como la neblina de algunas mañanas. Pero ella siempre lograba encontrar una abertura donde poner los ojos, y solicitar su pedido.
Su nombre era África y hacia honor a él como lo hace el fresco de la tarde a la sombra de un naranjo. Su rostro era afilado y suave, sus ojos tristes pero brillantes, y su pelo ensortijado y oscuro. Su tez lo suficientemente cobriza para que no fuera blanca pero lo sobradamente clara para no considerarse negra. Su boca ya revelaba el anticipo del humor que la convertiría en la substancia del júbilo, en la tonalidad refulgente del instante menos llevadero, donde quiera que estuviera, a donde quiera que fuera. Quien la conoció, y la acompañó en su niñez no lo hubiera avizorado.
Africa nació en 1913 en una ciudad donde el mar hurgaba respiros y destierros. Nació 20 días antes de que el presidente José Miguel Gómez, elegido democráticamente y quien fuera uno de los Generales ilustres del Ejercito Mambí, traspasara el mando de gobierno al también General del Ejército Mambí Aurelio Mario García Menocal. Nació el Día del Trabajo, y aunque su sangre no atesoraba la raíz mambisa que glorificaba a un hijo en esos años, también hizo honor a su aura voluntariosa y esforzada inclinando sus piernecitas sobre cualquier suelo de vecino, llevando mandados y lavando ropa, atendiendo a tíos y primos y manejando la casa que le abrió su corazón, único hogar que conoció y al que veneró siempre, como si fuera una madre pariendo el mundo.
Me contaba cosas que parecían increíbles. Me las contaba. Y amaba a sus tíos y primos con respeto y veía por los ojos de ellos casi con servilismo y veneración. Por eso nos inculcó, con su sapiencia de niña mayor, que la familia era un nudo sin derecho a zafarse, una maraña de deleites y audacia, porque sin familia la desolación se apoderaría de tu espíritu y el cansancio de tus piernas. No hubo nada en este mundo que la hiciera volver la hoja ni por un segundo. Enfrentó cualquier descalabro, escuchó los mayores improperios de aquellos a los que les entregaba sus días y sus manos, se plantó ante la desventura como un árbol de ceiba en espera de ritos y azotes. Trabajó como un hombre para sacar a su familia adelante cuando los hombres se entregaban a las ideas y las revoluciones, y enterró el dolor y la desesperación cuando le trajeron a su esposo convertido en una oruga espumeante y lo cuidó con la devoción de una amante. Y luego vine yo. Ahí mismito, en ese santiamén en que parecía que ya tenía suficiente. Y solo la vi sonreír, acariciar, emprender con apego las maniobras diarias de supervivencia para mí y para él, que gritaba desde su rincón abreviado y encogido, maldiciendo la inutilidad y la impotencia, la vi caminar como una modelo en pasarela entre sartenes y frijoles, acomodándonos la vida sin que notáramos un ápice de desaliento. La vi ser y envejecer, rodeada de tanta gente que la quería, acumulando fanáticos de las tardes en la puerta de la casa para escuchar ocurrencias y regodeos, los consejos y los próximos intentos de ajustar alguna cosa por el barrio. No la vi partir, y no sé si fue compasivo o desconsolado el acto de la ausencia. Ella aun no me deja saber, a pesar de sus visitas constantes. Genio y figura…

2 comentarios:

  1. Ya estoy con ganas de seguir leyendo La otra III..
    B.

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  2. Ahi va chica...ahi va...pero "La otra" me lo tiene que dar....
    Nos vemos

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