lunes, 13 de junio de 2011

Boniato con sabor a coco

Las escuelas al, y en el, campo. II
A los doce años por primera vez me alejé de casa contra mi voluntad y con una contenida furia de perro hacia mi padre cuyos intereses libidinosos de turno lo llevaron, a pesar de las colijas de mi abuela y mi tía, a internarme en una “escuela en el campo” o “beca”, cuando aun esta forma de cursar los estudios secundarios era opcional. Cada domingo lloraba desde que salíamos de casa hasta que llegábamos al parque de Calzada y D frente al, entonces aun achicharrado y triste, Teatro Amadeo Roldán. Allí se estacionaban las guaguas que nos llevaban hasta la beca emplazada en las afueras de la Habana en un pueblo llamado Güira de Melena. Cada domingo, durante un año y medio me subí a aquel monstruo lagrimeando, mientras en mi cabeza daban vueltas todas las posibles escaramuzas que debía urdir para salirme de allí de una vez.
Muchos guardan entrañables recuerdos de aquellos furibundos días escolares, historias de amores encrespados y de amistades largas y definitivas. Yo no. Yo conocí el desamparo y malas condiciones de vida. Resistía, con mis ojos clavados en la tabla de bagazo de la litera de arriba, preguntándome como era que vivían los niños de Haití o de África, lema que tanto nos repetían, y por qué yo tenía que estar allí para aliviar sus penas. Las circunstancias, o la edad, o los eventos que acaecieron durante aquella época no me convidaron nada. Extrañé la luz de casa, los desayunos de mi abuela, los juegos con mi hermana, las travesuras en el patio con los perros, las salidas con tía, y mis viejos boleros en 35 rpm en el veterano Phillips. Perdí a mi abuelo Picon en medio de un desconcierto imponente del que recuerdo solamente la contemplación de aquella mujer que decía mi nombre aseverando que yo había sido informada de “lo malito que estaba”, y su camastro vacío sin su olor a sudores y desastres.
Bandeja de comida en la escuela

Algunas generosas remembranzas quizás: amé el pan tostado embadurnado con aquella “tirria” de mantequilla desleída cuando teníamos suerte en las mañanas, asimilé otros diversos “inventos de comedores escolares”, comí gofio, aprendí a lavar mi ropa interior y cuidar mis efectos personales, a bailar casino, a llorar calladita en las noches frías, a encontrarle al boniato sabor a coco. Trabajamos en las labores del campo desde las siete y media de la mañana hasta las once. Casi siempre en aquella tierra colorada y seca nos tocaba escaldar, aporcar, deshierbar, sembrar bejucos, abonar surcos y surcos de algo que a veces ni sabíamos que era. Por un tiempo fuimos más suertudos. Nos bajaron de la carreta en un campo nuevo y nos dijeron que eran sembrados de boniato, casi listos para cosechar, pero primero debíamos revisar los surcos y organizar los desechos después del resaque. El calor era agobiante, los aguadores se demoraban y la faena era trabajosa pues había que remover la tierra con las manos, encontrar los trozos, remover las hierbas, organizar las raíces. Alguien le pidió el cuchillo al “tío del campo”, un viejo resabioso y sin dientes que no paraba de contar de una guerra que no sabíamos contra quien ni cuando había ocurrido. La muchacha que hizo el pedido luego preguntó: ¿Quién quiere? mostrando unos trozos blancos embarrados de tierra mientras ella misma ya se metía en la boca un buen pedazo. Varias niñas agarraron aquello tan rápido, que ella tuvo que rebuscar y escoger otro boniato, pelarlo y comenzar a repartir tajadas. Yo agarré una medio recelosa y con los ojos cerrados le di un mordisquito pequeño. Primero fue algo duro, un poco áspero sin apenas sabor, luego se sintió fresco, sobre todo fresco y eso era bueno y seguí comiendo con mordeduras de ratón aquel cachito de boniato, me senté por un segundo en el surco y con mis ojos cerrados lo terminé. Extendí mi mano luego y le dije: “Dame más chica, que este boniato tiene sabor a coco” y todas se echaron a reír. 
Al día siguiente nos bajamos de la carreta trayendo en los bolsillos unas navajas oxidadas que nos prestaron los varones del grupo. Desde entonces pasamos menos hambre en aquellos días, y por un buen tiempo nos alimentamos de la mejor cosecha de boniato crudo con sabor a coco, siempre a escondidas del “tío del campo” que nos decía que “cogel ese pe’azo e, boniato e’ robal’le a la revolución”.


10 comentarios:

  1. Sonrío...
    Ese boniato con sabor a coco bien mereció tantos desvelos, y sinsabores, cierto?
    Me encanta cómo escribes!
    Besos, Fermina.

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  2. TAmbién odié la beca. Luego tuve que trabajar dos años en ellas, si creyera en el karma pensaría andar pagando alguna culpa. Sin embargo, me enseñó a salir de casa y aprendí que con mi edad, merecía reir todos los días, a todas horas. Aprendí a bailar casino y a decir mentiras para no ir a la tierra colorá. Hubo fines de semana en los que se quedaban estudiantes, hacían guardias con los maestros y les gustaba el encierro libertino de aquellos centros, contrario a los regímenes en sus hogares. Las bandejas, esas me traen malísimos recuerdos................

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  3. Cojones Fermina! Perdóname la expresión. Boniato con sabor a coco y mis lágrimas con sabor a pasado.
    Dicen que recordar es volver a vivir, pero esto ha sido más que eso...
    Me ha encantado. Te dejo un beso bien cubano, con sabor a boniato y coco.

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  4. Yo no estuve becada, pero odié cada Escuela al Campo con toda la intesidad de mis 60 cm x 40 kilos de entonces. Por suerte mis padres estaban tan en contra de aquella abominación como yo y se sacaban de la manga turnos con el oftalmólogo, visitas de parientes lejanos, gravedades y entierros, cualquier cosa para sacarme de allí al menos un par de días a la semana.

    No tengo ningún recuerdo grato de aqellas madrugadas vacías de calor hogareño ni aquellos atardeceres de tomateras, de los asquerosos comedores con su eterno hedor a pescado hervido y sus cocineras zafias, de las noches con Emmanuel de fondo si estabas de suerte y Los Bukis si no.

    Y no sigo, porque hablando de eso me lleno de energía negativa y luego tengo que regar cascarilla.

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  5. Yo estuve becada solo un año porque no llegué al puntaje en Matemáticas en la Lenin. Y la verdad es, que si bien no lo pasé tan mal, no me gustaría que mis hijos pasaran por eso. Era bastante absurdo el estar recluído en un lugar con tantas reglas colectivas y alejados de los padres en un momento crucial de la vida. Y bueno, sí tuve la suerte de encontrar ahí a una muy buena amiga, que aún mantengo a pesar de las distancias. Claro, que después en el pre en la calle, también hice amigos que aún mantengo.

    A lo que nunca me pude acostumbrar fue a los baños, a los ronquidos de los otros y a esa comida, escasa y asquerosa que nos daban. Siempre recuerdo que el día de visita de los padres, me daba como un sopor que ahora reconozco producto de la entrada de algo de grasa al organismo. Y a mis padres, que iban en bicicleta, desde playa hasta la lenin, para irme a visitar, rezando porque no se les ponchara una rueda o los atropellara un camión en plena carretera.

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  6. Coño Fermina, te considero, ni en mis peores tiempos de becado me vi obligado a comer boniato crudo. Recuerdo haber comido zanahoria en mis jornadas laborales, masticado café a montones mientras los recogía (eran jugosos y energéticos), tomate, naranjas y otras frutas que perseguíamos por alguna finca cercana de algún guajiro en alguna que otra escapada. Pero boniato crudo (y con sabor coco), esa nunca la tuve que enfrentar. Luego en el albergue y la noche hambrienta se comían muchas otras cosas, a veces raras, robadas o no del comedor y de otros: azúcar prieta, col, pan duro, huevo hervido, leche condensada, dulces calcinados, en fin, cualquier cosa. Pero boniato crudo, esa nunca la pensé. Hoy voy a probar en casa a ver a qué sabe. Espero que sea a coco.

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  7. Fermina,

    yo nunca estuve allí pero ahora se le hace a uno más fácil vivirlo.

    Fenomenal tu estilo, sigue escribiendo..

    Julio

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  8. Me da mucha rabia cuando leo esto.
    No hay derecho.
    Lo siento.

    Besos.

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  9. Hola Fermina,
    Mis sobrinas estuvieron en una beca, cogieron piojos y a mi madre casi le da un ataque cuando se dio cuenta.
    Yo fui una sola vez a la escuela al campo, el año en que estuve esperando la salida, más por miedo que por otra cosa, decían que si no tenías el papel de haber ido te dejaban sin subir al avión, así que mi amiga (que también esperaba la salida) y yo fuimos a parar a un campamento cerca de Batabanó, fueron tres meses, lo más parecido a un campo de concentración que he visto, esos albegues con los colchones llenos de chinches y las ratas campando por sus respetos, en fin ¿qué te voy a contar que no sepas?
    Y por decir algo agradable, me he encontrado con una amiguita de la infancia, 50 años nos ha tenido separadas la robolución. ¡Gracias Fidel!
    Un beso y buen fin de semana.

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  10. Ya he contado de mis experiencias en las becas, pero lo del boniato, ni idea, ahora lo comento con mi esposa , que también es cubana, y me dice que ella si lo comió en la beca, curiosamente fue en la misma que yo estuve solo que 9 años después, debe ser la espiral dialéctica, DESCENDENTE, en que se mueve la involución cubana.Saludos.

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