miércoles, 7 de abril de 2010

La otra (VII)

Lo vio por primera vez una mañana de airecito frío cuando regresaba a casa. Llevaba varios bultos en los brazos y justo cuando doblaba la esquina creyó desfallecer entre el agotador peso y el sobresalto del encontronazo con aquel rostro pálido dominado por unos grandes ojos azules como dos almendras confiadas. Había recogido la ropa de cama en la casa de Silverio Cabrera, uno de los hombres más influyentes del barrio, tenedor de libros de varios negocios, cobrador temible y dueño del bar más concurrido en las tardes de billares. El bar “La Primera” lo manejaba con destreza su cuñado Evaristo, el hermano de su mujer, y el que le merecía toda su confianza. La señora Cabrera le había entregado la ropa bien plegada y envuelta en el papel de estraza desechado por su marido y le había repetido la perorata de siempre que ahora le zumbaba en su mente como mosquito en desespero. Cambiaba la ropa de cama cada tres días y África debía estar allí a las siete de la mañana en punto para llevársela con todo cuidado a su tía Aguedita, única persona que la señora Cabrera permitía que lavara sus lienzos, fundas, edredones, sábanas y forros de cojines. Recomendaba especialmente que fueran enjabonados en palangana blanca, con jabón de añil y si era posible con jabón de coco que aunque era más aceitoso blanqueaba mejor y dejaba un olor más natural además le gustaba que se lavara y revisara pieza por pieza, tomando extremo cuidado de los encajes y gasas, y orientaba que fueran enjuagados en una cubeta que solo se usaba para la lencería de esa familia, luego eran rociados con agua de rosas y solo podían ser colgados en las tendederas a partir de las diez de la mañana y recogidos antes de las cuatro de la tarde, para evitar que el humo de fogones encendidos y la leña en los patios de las casas del barrio les impregnara olores fastidiosos. África entró por la puerta del pasillo lateral que daba directamente al patio donde ya su tía y sus primas montaban y desmontaban palanganas y cubetas, enjuagaban las tablas de lavar y los rodillos y subían y bajaban estacas sosteniendo las tendederas, las líneas más cercanas a los muros con toda la ropa oscura y de hombre siguiéndole las enaguas, faldones y atuendos de diario de mujer y por último los manteles de lino y la tela bordada de la costurera. En el cuartico contiguo de la cocina Caridad tenía desplegada toda su montaña blanca lista para el almidón y la plancha.

No supo lo que habló, lo que hizo, o lo que le dijeron los demás en todo su atareado día. Una sonrisa indeleble se alojó en su boca, caminaba en puntas, abrazó a la vieja Caridad como tres o cuatros veces mientras rociaba agua en el pote de fécula aromática y dejó sobre la mesa el plato de arroz y quimbombó sin ni siquiera tocarlo. No supo a qué hora recogió las tendederas ni dobló la ropa o fregó la loza, no respondió a nadie una palabra cuando todos le preguntaban “y a ti que bicho te picó”. La noche no le facturó cansancio pero le inundó su pecho con aquel rostro pálido dueño de unos diáfanos cristales azules. Días después supo que era un joven artista llegado al barrio, con su madre enferma, y que trabajaba en la zapatería “La Nueva Concepción” dos calles más abajo. Vivían subiendo la lomita de la Avenida Porvenir en dirección a la calle Acosta y no pudo dejar de pensar en el próximo encuentro. La ropa de cama de la señora Cabrera llegaba cada tres días a las manos de la tía Aguedita echa un fajo trabado y revuelto, o la tía la encontraba tirada en cualquier mueble de la sala. Caridad ya no sabía que cocinar y ofrecerle a la niña África para que abriera la boca y tragara bocado. Llamaron a la comadrona pues los servicios del médico eran muy caros, y esta le mando una infusión de tilo pues notó su corazón trotando como caballo desbocado. En la puerta de la casa le dijo a la familia que esa tarde ella misma se ocuparía de una diligencia que devolvería “la niña al rancho”.
Cerca de las seis y treinta de la tarde tocaron la puerta con varios aldabonazos más ligeros que un hipo. Caridad escuchó algo al salir del primer cuarto donde había dejado ya la vela y el agua. Se quedó de una pieza al ver a aquel joven, alto como una vara, blanco como papel y tan exangüe y ligero con esos “ojos de aceite” y un ramo de rosas en la mano. Esa tarde sus tíos consintieron el inicio de las visitas apropiadas. A pesar de que África “se tomó su jugo de pera completico sin dejar gota” a Caridad la cosa no le vino muy bien. Le tocaba hacer de chaperona dos veces a la semana en la sala de visitas a la hora precisa en que ya su vela y su vaso de agua estaban en la mesita de noche y su existencia lista para derrumbarse en el catre.

África acogió el amor deslumbrándose ante el obsequio más costoso y exclusivo. En sus últimos años nada la había iluminado ni la había hecho sonreír tanto y tan alto como esta conmoción de su cuerpo que se agudizaba tres veces a la semana a las seis y treinta de la tarde. Su enamoramiento no se parecía al de la prima Berta que tiritaba como gorrión calado ante la estampa de Antonio. No padeció o se angustió, sintió placidez y felicidad, no se desesperó los días de lluvia, disfrutó el sonido de los coches y carretones a través de la ventana hasta que aparecía el paraguas negro con agujeros, no perdió el apetito de ningún modo y comía golosinas a ratos. No pasó horas delante del espejo arreglándose la maraña de su pelo ni empolvándose el cuello como un lagarto, dejaba sus cabellos sueltos y libres y luego de tomar el baño sin apuros ni remilgos dejaba que el agua se secara en su cuerpo como una caricia lenta. Todos los días sentía que nacía dentro de sí misma, que los colores del sol a la hora del lavado eran su mejor compañía, que el ruido de las calderas eran gorjeos tiernos, y sus brazos eran más fuertes que nunca y sus deseos de vivir infinitos y perdurables.
Esa tarde de Abril de 1932 ella abrió el portón con alegría, se le colgó en el cuello y ante la mirada estupefacta de la vieja Caridad le besó en la boca con dulzura, tomó su rostro entre sus manos y le besó sus ojos azules con esmero y paciencia, le besó la frente mientras acariciaba sus mechones rubios y regresó a su boca que ya le esperaba sin temor y en desespero. El ramo de rosas cayó al suelo desgajado, salpicando gotas de agua aun empaquetadas y él le rodeo la cintura con su mano amplia para no dejarla escapar. Al menos no por ahora.

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