Abril siempre fue aquello de “acuérdate de abril recuerda la limpia palidez de sus mañanas no sea que el invierno vuelva y el frio te desgarre el alma”…y el cumpleaños de Luisa, mi amiga. Nos conocimos de vista primero, pasando de un lado a otro por pasillos ocupados por armonías y acordes, vocalizaciones y coros, escaleras atestadas de muchachos fluyendo de un piso a otro, yendo de un salón de ensayo a un aula de clases.
Quizás coincidimos en el comedor, en la cafetería, quizás en el silencio atronador de las viejas cúpulas abandonadas o esperando la guagua de las tardes. Pasados unos años comenzamos a trabajar juntas y aunque era un poco mayor que yo, y ya era madre de una bellas gemelas, nos hicimos muy amigas. Compartíamos una oficina y además de rehacer horarios, arreglar programas, preparar pruebas de ingreso y sumirnos en montañas de papeles, conversábamos mucho. De los sueños, del pasado, los hijos, lo próximo. Yo era joven y arrogante, soberbia y soñadora. Ella era calmada y contenida, sabia y romántica. Yo veía el futuro atiborrado, mil cosas por hacer. Ella fluctuaba comedida, poco que esperar. Yo quería hacerlo todo y ahora. Ella no sobrellevaba tanto a la vez. Algunos días la extrañaba en mi ajetreo. Se quedaba en cama, aquietándose. Abril siempre fue aquello de “acuérdate de mí cuando el otoño le dé paso a la primavera; acuérdate de mí si el pensamiento te libra del amor que te sujeta”…pero también era el cumples de Luisa. Alta, delgada, con un pelo muy negro y siempre con algún tono rojo en merodeo. Dulce, de modales dóciles y carácter galante. Recuerdo su rostro confuso ante mis disposiciones apremiantes, mis intempestivos consejos, ensartadas opiniones o desatinados embrollos. Aquel rostro que también amó para siempre a su primer amor y donde emergieron pequeñas heridas mientras cuidaba a su madre que murió joven de cáncer. Pegábamos la hebra con la vida, las frustraciones, los gustos, las maromas. Nos reíamos hasta llorar y bromeábamos con todo, les instalábamos motes a los profesores, imitábamos a los alumnos, leíamos poemas, tomábamos café y fumábamos como locas. Con Luisa y las otras anduve los mejores años de mi vida profesional. Compartimos los peores años de una sobrevivencia injusta. Los últimos antes de dejar la isla. Abril siempre fue el “acuérdate de mí, no me abandones tan solo, que este abril me desespera; no olvides que el amor vuela de noche y anida en otro abril cualquiera”… y también y para siempre el cumpleaños de Luisa, mi amiga. Yo sé que no tenía que decirlo, pero por si acaso te asomas al balcón o sales en busca de alguna partitura.