miércoles, 22 de junio de 2011

No soy sin ti.

No estallará la voluntad contra los muros. No hay muros para tantas mareas acorraladas, álgidas voces, aullidos arruinados. No soy sin ti. No hay ciudad sin sueños ni sueños sin dolores.
No hay casas sin voces ni voces sin espíritus solemnes, sin cabezas danzantes soltando guijarros y lentejuelas, cediendo la savia de los viejos callejones amputados, de las barquichuelas que clarean disipando los hedores de una bahía desconsolada. Yo te traigo conmigo a pesar del ambiguo padecer foráneo. No tuve esta certeza de ti hasta que el sabor de la sal abandonó mi piel sin amor ni refugios. Te cerqué como pude, te reparé de las gráciles maneras que sabía y te consagré con un montón de rezos que le arranqué a la primera aurora con sol y charcos. Estás tan detenida que duele. Tan lejana que molesta. Tan triste como las esperas, tan sola como un banco de parque sin amantes nocturnos. 

Nadie escucha tu garganta ronronear con espantos mientras la música de los tambores opaca las furias. La cólera del mar no alcanza. Dioses que no te pertenecen te sisan la alegría. No creas en tus manos poseídas, no temas las ajenas porque no lo son.
No te habitan cobardes ni dormidos. Son los sueños anidados, maltrechos, molidos, fatigados, morando en el desanimo y la palidez, la culpa y la vergüenza. Los muros volarán. Volarán en estridentes pedazos azules como truenos y rojos como fuego y verdes como  cerros encendidos. Nos abrazaremos a la orilla de la bahía, saltaremos de barca en barca vestidos todos con viejos atuendos de esperanzas traídos en tres carabelas cargadas de utopías y cantos.










 



(Nota: Todas las fotografias son mias, pero no se como sobreescribir en ellas mi nombre o el del Blog, alguna ayuda seria bienvenida.)

sábado, 18 de junio de 2011

Carmen y "El Carmelo"



Esquina del restaurante "EL Carmelo"

Comíamos nuestros sándwiches preferidos en las tardes de algunos fines de semana pero con bastante frecuencia en la cafetería “El Carmelo”, que también tenía restaurante y barra y que, en los finales de los setenta y principios de los ochenta, aun conservaba un menú bien confeccionado y un gratísimo servicio, al decir de mi tía Carmen “casi como antes de la revolución”. Carmen era médico y no se fue en el 59 “para el norte” porque sus padres ya viejos y enfermos no quisieron dejar su tierra, a pesar de que les quitaron sin esclarecimiento ninguno su Barbería de barrio y le inhabilitaron sus cuentas de banco. Así quedó, atorada, en medio de un sobrevenir de confusas alienaciones, viviendo el dilema de servir como su deber le disponía y callar lo que penaba para que le dejaran ejercer y mantener a su familia. Tenía un Ford del cincuenta y pico de los que le decían “cola de pato” un carro largo, cómodo y bonito que poco a poco fue perdiendo su linaje convirtiéndose en una chatarra sin reino, pero que en sus buenos tiempos nos llevó hasta la cafetería de “El Carmelo” a pasar aquellas felices tardes de familia con su sobrino desobediente y explayado, mami, tía, y mi hermana. A veces cruzábamos al parque y correteábamos mientras ellas conversaban a la sombra de los álamos.
Las tardes de “El Carmelo” se mezclan en mis memorias con un sabor de complicidad y extrañeza. Carmen nos contaba, bajito y con cuidado, anécdotas espirituales y antiguas, algunas que no podía yo contar a otros. 
Teatro Auditorium-Amadeo Roldan.


Durante el incendio

 El restaurante quedaba en la esquina opuesta al antiguo Teatro Auditórium y luego renombrado “Amadeo Roldán”, que en 1977 quedó totalmente destruido por un incendio, al parecer un “atentado contrarrevolucionario por agentes de la CIA pagados por el imperialismo yanqui”. Pero me gustaba más el relato de Carmen mientras yo contemplaba desde la fuente (sin agua) del centro del parque aquella majestuosa entrada con sus escalones espléndidos, desde donde brotaban unas prolongaciones oscuras por el gran boquete frontal que se mantenía enrejado y cautivo. La escuchaba contarnos que al terminar la función de aquel sábado, cerca de las doce de la noche uno de los teloneros enfermo de amor por otro operario del teatro, y cuya pasión incomprendida le traía “a mal por mundo” se dejó llevar por su locura y cayó rendido ante los desvaríos de dicha exaltación. Yo cerraba los ojos apretados y no volvía a abrirlos hasta que no la escuchaba decir que nadie había quedado atrapado en el aquel fuego voraz y que se habían salvado un piano de cola y algunos otros instrumentos.
Allí también nos contó de un sándwich cubano famoso que ya no se podía comer pero que fue el delirio de una jovencita habanera asidua de “EL Carmelo” por allá por los años 30’. Ella pedía al chef que se lo preparan, y por la rareza de la mezcla de sus ingredientes se bautizó con su nombre: Elena Ruth (también se le conocía como Elena Ruiz, o María Elena). La receta consistía en dos tapas de pan blanco de sándwich, se le quita la corteza, se unta queso crema en ambas tapas, luego mermelada de fresa y después se añaden varias lascas de pavo asado. Nosotros allí nunca lo comimos, ya no lo preparaban, pero nuestros sándwiches de jamón y queso con pepinillos y mantequilla con pan de flauta bien tostado, y los helados montados nos hacían igual de felices.
Cuando nos íbamos, ya montados en el viejo Ford, Carmen siempre decía “despidámonos de “El Carmelo y ojalá que aun este ahí por mucho tiempo más”. “El Carmelo” allí quedó pero con el tiempo las cosas cambiaron. La escasez, la ineficacia estatal, la necesidad, y el abandono se posaron junto con las moscas y el calor sobre sus mesas. Y nos vimos un día, sin el Ford y sin vuelta a nuestras incursiones. En las tardes frescas de tertulia, en la terraza de nuestra casa en la calle 15 ella contaba “dicen que hay un restaurante allá en Miami que se parece mucho al Carmelo, lo hicieron con un estilo parecido, para que la gente lo recuerde así, se llama El Versailles, daría cualquier cosa por ir.” En el año 2002, en el abrazo del adiós me recordó: “tírate una foto en el Versalles y mándamela”. Pero no tuve tiempo. Unos meses después murió luego de una tonta caída y un golpe en la cabeza. En los mismos hospitales donde despedazó su vida a pesar de toda su angustia, fue mal atendida y mal diagnosticada.
A muchos les parecerá demasiado melodramático pero cuando por fin visité Miami nos fuimos al Versalles, y desde que abrí aquel menú de varias páginas sentí la mano cariñosa del tiempo sobre mi espalda, y mientras con mis ojos devoraba…frituritas de malanga…croquetas de pollo…yuca frita…sándwich cubano…pastelitos de guayaba…una ola gigante del mar de mi isla se me arrojó con coraje. Mi esposo miraba para todos lados y me decía… “¡por Dios chica que la gente está mirando!” Y entre el gimoteo y la sonrisa de una conmoción retenida por tanto tiempo le dediqué a mi tía Carmen aquel almuerzo de domingo y un sorbito de café caliente con espuma…como ella hubiera querido saborearlo.
Restaurante Versailles, Calle8, Miami.


lunes, 13 de junio de 2011

Boniato con sabor a coco

Las escuelas al, y en el, campo. II
A los doce años por primera vez me alejé de casa contra mi voluntad y con una contenida furia de perro hacia mi padre cuyos intereses libidinosos de turno lo llevaron, a pesar de las colijas de mi abuela y mi tía, a internarme en una “escuela en el campo” o “beca”, cuando aun esta forma de cursar los estudios secundarios era opcional. Cada domingo lloraba desde que salíamos de casa hasta que llegábamos al parque de Calzada y D frente al, entonces aun achicharrado y triste, Teatro Amadeo Roldán. Allí se estacionaban las guaguas que nos llevaban hasta la beca emplazada en las afueras de la Habana en un pueblo llamado Güira de Melena. Cada domingo, durante un año y medio me subí a aquel monstruo lagrimeando, mientras en mi cabeza daban vueltas todas las posibles escaramuzas que debía urdir para salirme de allí de una vez.
Muchos guardan entrañables recuerdos de aquellos furibundos días escolares, historias de amores encrespados y de amistades largas y definitivas. Yo no. Yo conocí el desamparo y malas condiciones de vida. Resistía, con mis ojos clavados en la tabla de bagazo de la litera de arriba, preguntándome como era que vivían los niños de Haití o de África, lema que tanto nos repetían, y por qué yo tenía que estar allí para aliviar sus penas. Las circunstancias, o la edad, o los eventos que acaecieron durante aquella época no me convidaron nada. Extrañé la luz de casa, los desayunos de mi abuela, los juegos con mi hermana, las travesuras en el patio con los perros, las salidas con tía, y mis viejos boleros en 35 rpm en el veterano Phillips. Perdí a mi abuelo Picon en medio de un desconcierto imponente del que recuerdo solamente la contemplación de aquella mujer que decía mi nombre aseverando que yo había sido informada de “lo malito que estaba”, y su camastro vacío sin su olor a sudores y desastres.
Bandeja de comida en la escuela

Algunas generosas remembranzas quizás: amé el pan tostado embadurnado con aquella “tirria” de mantequilla desleída cuando teníamos suerte en las mañanas, asimilé otros diversos “inventos de comedores escolares”, comí gofio, aprendí a lavar mi ropa interior y cuidar mis efectos personales, a bailar casino, a llorar calladita en las noches frías, a encontrarle al boniato sabor a coco. Trabajamos en las labores del campo desde las siete y media de la mañana hasta las once. Casi siempre en aquella tierra colorada y seca nos tocaba escaldar, aporcar, deshierbar, sembrar bejucos, abonar surcos y surcos de algo que a veces ni sabíamos que era. Por un tiempo fuimos más suertudos. Nos bajaron de la carreta en un campo nuevo y nos dijeron que eran sembrados de boniato, casi listos para cosechar, pero primero debíamos revisar los surcos y organizar los desechos después del resaque. El calor era agobiante, los aguadores se demoraban y la faena era trabajosa pues había que remover la tierra con las manos, encontrar los trozos, remover las hierbas, organizar las raíces. Alguien le pidió el cuchillo al “tío del campo”, un viejo resabioso y sin dientes que no paraba de contar de una guerra que no sabíamos contra quien ni cuando había ocurrido. La muchacha que hizo el pedido luego preguntó: ¿Quién quiere? mostrando unos trozos blancos embarrados de tierra mientras ella misma ya se metía en la boca un buen pedazo. Varias niñas agarraron aquello tan rápido, que ella tuvo que rebuscar y escoger otro boniato, pelarlo y comenzar a repartir tajadas. Yo agarré una medio recelosa y con los ojos cerrados le di un mordisquito pequeño. Primero fue algo duro, un poco áspero sin apenas sabor, luego se sintió fresco, sobre todo fresco y eso era bueno y seguí comiendo con mordeduras de ratón aquel cachito de boniato, me senté por un segundo en el surco y con mis ojos cerrados lo terminé. Extendí mi mano luego y le dije: “Dame más chica, que este boniato tiene sabor a coco” y todas se echaron a reír. 
Al día siguiente nos bajamos de la carreta trayendo en los bolsillos unas navajas oxidadas que nos prestaron los varones del grupo. Desde entonces pasamos menos hambre en aquellos días, y por un buen tiempo nos alimentamos de la mejor cosecha de boniato crudo con sabor a coco, siempre a escondidas del “tío del campo” que nos decía que “cogel ese pe’azo e, boniato e’ robal’le a la revolución”.


martes, 7 de junio de 2011

La otra. (XVI)

La partida de Paquito.


Aguador. Antigua Postal cubana.

“La vida es una sola, una sola pa’ las desgracias, una sola pa’ las alegrías y una sola pa’ sacar adelante tu familia, pa’ ver crecer a tus hijos con orgullo, luego te preocupas si es justa o no. A veces no hay tiempo de eso”. Cuando podía escuchar algún bolero que trasmitía la CMQ, solo entonces la vida mudaba de aires para África.
Cuando yo era pequeña y las horas de alimentarme se le hacían una batalla tenaz, me contaba historias de niños flaquitos y desnutridos, de niños que se los llevaba el hombre del saco a su casa para que aprendieran a comer, de niños que se volvían hombres muy lejos de su mirada. Fue su manera de perpetuar a Paquito sin que su conciencia doliera más de lo necesario.
A Paquito se lo llevaron” me dijo el día que finalmente soltó el cuento, cubrió su cara con sus manos agrietadas y valientes y se ahogó en un llanto fatigado sobre la mesa. Lloró tanto que tuvo que escurrir el arroyo de lágrimas que se le venía encima de las piernas con su propio delantal. Estuvo suspirando demasiado tiempo para mi asombro y quedé un día entero vuelta una mudez de espanto. En la noche pegadita a su espalda aún podía sentir su trémulo quejido apagándose. La abracé descubriendo que a ella también le pasaban cosas tristes.
“A Paquito se lo llevaron”. Me contó, estrujando nerviosa sus manos en el delantal ensopado de su propia angustia. Había llegado el Sargento Morales, luciendo su uniforme azul recién planchado y por el que ya ella había recibido sus cincuenta centavos, saludando adecuadamente con su mano muenca… “un muchacho criao en el mismo barrio, yo mismita vi el día que el perro fiero ese de Don Mariano le desgajó los dedos de la mano”… dejando el recado a mi abuelo de que fuera urgente a la estación de la calle Acosta. El dijo que todo estaba bien pero “tenía los ojos viraos pa’bajo como cuando alguien esconde una verda’ ”.
Mi abuelo llegó en la noche con la mala noticia y las piernas engarrotadas de trajinar todo el barrio. Paquito se había escapado de su padre borracho y bandolero hacia varios años. Vivían allá en las vueltas de Pinar del Rio, vino a parar a casa de una tía vieja mas abusadora que el otro, la cual murió recién el apareció. Así se vio en la calle viviendo de la caridad de los portales y haciendo mandados, como el mismito Norberto se lo encontró hacia ya cerca de cuatro años. “Ya lo tienen. Me llamaron pues alguien tenía que firmar papeles. Ya lo montaron en el tren de vuelta pa’ su casa con el padre.”
África se hundió en la poltrona sin anhelo ni nervios. Tanto tiempo llevaba Paquito durmiendo en su regazo, escuchando sus historias, cuidando de los niños a los que, a escondidas, ya llamaba hermanos, haciéndole encomiendas a las prisas y sin resuello y ella sin saber. No solo le arrebataron su muchacho… “ni siquiera pude decirle adiós, prometerle que lo buscaría, que lo traería de vuelta, que lo sacaría de aquel infierno pa’ vivir con nosotros”… “¡Ay viejo por Dios! ¿Qué tú has hecho? ¿Por qué no le rogaste al sargento que nos dejara verlo, decirle adiós…?”. Su angustia fue tan voraz que se le cortó la leche del pecho, se quemó el arroz cada tarde sobre el fogón, y veló revolcada en la butaca por tantas noches que las piernas se le volvieron jamones aquejados. Nunca más se habló de Paquito pero “a ese sargentico con su mano muenca jamás le volví a lavar su desgracia’o uniforme, ni a mirarle su cara de mono.”
Su dolor se desgajó por partes y se repartió en sus días como abono para flores. Despacito y con cautela su herida se volvió una cicatriz acordonada y perla que parió canas tempranas. Cargaba en su alma el espanto de no haber montado lucha por alguien que lo necesitó. No habría clemencia ni alegrías suficientes en este mundo que la dejaran planchar sus bultos de ropa con la paz de la tarde ni escuchar la radio sin confundir todas las voces con la voz del niño.
Dejó que la tristeza le naufragara, le ganara la otra orilla y se convirtiera en una diminuta islita olvidada que se volvió a revelar cuando yo era pequeña y las horas de alimentarme eran una batalla tenaz, y el pobre flacucho de Paquito salía en su ayuda blandiendo la impaciencia de todas los desarraigos y adioses. “La vida es una sola, una sola pa’ las desgracias, una sola pa’ las alegrías y una sola pa’ sacar adelante tu familia, pa’ ver crecer a tus hijos con orgullo, luego te preocupas si es justa o no. A veces no hay tiempo de eso”. Pero sus ojos, que siempre fueron como trocitos de cristales luminosos, se llenaban de una lejana congoja que se derretía en mi frente tomando la forma de su más radiante beso.

Familia cubana. Antigua Postal de Cuba.

Antigua postal de Cuba.
Chiva alimentando bebe.


jueves, 2 de junio de 2011

Junio

                                                                      Post Card from June
La halló en la gaveta de la mesa de noche, donde velamos la soledad al alcance de la mano cuando los espejismos o el llanto se nos cosen a las sábanas. Una añeja tarjeta amarillenta, una voz sepia adolorida. Nada en su anchura tenía ya sentido, sus letras eran un cayo en su corazón, una islita sin bordes, cientos de piedritas de ese rio que había escurrido durante los últimos veinte años y cuyo sabor de grieta nunca volvió a ser una presencia. No necesitaba abrirla para escuchar la cuita de aquellas grafías desasidas, claves cariñosas, signos de magia.
There is no place for my tears. Not anymore.
I know there will be, always, a rest for me in your heart, silent, warm, resolute. I am this voice breathing at your side, close your eyes and hold my face in your hands, kiss me. Kiss me like the first time in our lives. I can see your smile sometimes your melancholy. I still can see you. Sing to me, talk to me, and be in this world for that day when this madness will be just an old post card.
Everything in this life could be destroyed but one thing.
Memories.
Y no la abrió. La sostuvo por unos segundos y pensó otra vez en lo mismo. No había llegado ese día en veinte años. No llegaría en veinte años más. Pasos conocidos le devolvieron la cordura y hurgó entre su ropa interior para envolver otra vez aquel viejo cartón descolorido. Eso era su alma, un viejo cartón pálido sobre el que una vez, una ola vencida, dibujo un amor. Para esta felicidad no necesitó su alma ni sus espíritus ni sus aguaceros de ciudad. Para esta felicidad se compró postales nuevas con claros, y tenues tonos y las despachó cada Junio a volandas sobre el mar.
I will always miss you. How can I still love you?
I cannot sing and talk to you anymore.
I cannot see you I lost your face between my hands. There is not a day in my life without that thought “this is the day when my sadness will be an old post card”.
The wave’s sounds are coming back to me.
Time could destroy many things but one: the first kiss of our life.

No confundamos el olvido. No todo silencio lo define.
June.

(Foto tomada de internet. Costa oeste, Habana)