Su cuerpo le dispuso señales y decretos. Una tarde, atravesando el pradito de regreso a casa con sus morrales de sábanas, una punzada en el estómago la sobrecogió y sin tiempo de reaccionar ya estaba desaguando su pena. Una de las habituales inquilinas del parque partió en su ayuda y la acompañó hasta el portal cargando sus bártulos y ofreciéndole un pañuelo. “Cuídate mijita que si no te sentó mal la comida ya estas lista pa’ la fiesta, oye y esta parece hembra que mira como tienes esa cintura ya”. Hacía tres meses que no “se ponía mala” y sus párpados en las mañanas eran como envolturas caladas imposibles de zarandear. Últimamente se inquietaba con frecuencia. Le dio las gracias a la vecina, cerró la puerta, tiró los bultos en el sillón y se fue directico al lavadero del pasillo, se arrojó bastante agua en la cara y el cuello y se lavó la boca que aún le sabía a almagre.
Dos días después toda la familia se reunía en la casona de la calle Concepción a celebrar el acontecimiento. La añeja Caridad inauguró la cena mostrando los iniciales rectángulos de algodón ya dispuestos para la confección de los primeros pañalitos. Y el tío Julián brindó con su cerveza rancia prometiendo comenzar la fabricación de la cuna. Al final del festín la tía Aguedita trajo sus tijeras más preciadas, las de plata con manijas largas de nácar, pieza de lujo que heredó de su abuela, y la prima Delia agarró el cuchillo más pequeño, el que se usaba para el corte de los puerros y el ají cachucha. Con estos aparejos dejarían al azar la revelación del género de la criatura. Después de colocar cada uno en dos de los sillones del salón, le dieron varias vueltas a la niña África, la colocaron de espaldas, y la guiaron hasta los balancines. Ella dejó caer sus amplias grupas sobre la tijera de nácar. La vieja Caridad se persignó y todos ovacionaron. Otra mujer más para la larga familia de lavanderas y costureras. Norberto abrazó a su mujer y sin importarle incluso el augurio de la comadrona invitada que ya le había manipulado su cintura varias veces, sobado su vientre y medido sus caderas anunciando “¡hembra!”, le susurró con agrado al oído “no les creas, que ahí viene un macho”.
Durante varios meses el cansancio se redimió, y sus fuerzas se triplicaron. Una sacudida regocijante se apoderó de su existencia. Su rostro se volvió júbilo perenne y sus caderas cantaban su bienestar mientras recorría cada calle del barrio con sus talegos y sus cestos de mimbres llenos de encajes recién planchados. Su esposo le contrató un muchachito honrado al que le pagaba unos centavos al día por cargarle los bultos más pesados. Paquito se convirtió en su guardián y celoso ayudante a partir de entonces y hasta el día que se lo llevaron aquellos oficiales brutos. Aquel pequeño amó a esa mujer como a la madre que siempre deseó tener desde sus peores días de supervivencia famélica. África le ofreció lo único que podía, una colchoneta limpia en un rincón de la pequeña cocina comedor y los brazos de su familia como cobija y arrimo.
El mismo Paquito fue quien avisó a los tíos, las primas, a la vieja Caridad a quien ya le pesaban los pies como piedras secas de río, y sorteando los callejones en medio de una lluvia intensa dio voces a la comadrona Guillermina Miranda desde la acera hasta que abrió su ventana y le respondió “¡que pongan a hervir el agua que ya voy pa’lla!”. Norberto se la llevó caminando lánguidamente hasta la casona donde ya la esperaba la mesa de la cocina lista. La comadrona Guillermina llegó al instante y cuando dejó dispuesto sobre la mesita que le trajeron del cuarto toda su indumentaria: pinzas, tijeras, un pomito de yodo, ligaduras y sus paños verdes, se colocó sus guantes y le tomó la mano con cariño: “No te preocupes mija, que yo te voy a ayudar y tú eres una mujer fuerte. Haz lo que yo te diga y vas a acabar rapidito”. Diagnosticó un parto arduo por el tamaño de la criatura, pero venía de cabeza y eso era bueno. Le lavaron bien sus partes y le desinfectaron con paños con yodo. Esa tarde calurosa de Junio, mientras los hombres esperaban en la sala, la pobre de África gimió, rechinó, perdió el conocimiento, se recuperó, mordió la toalla que le ofrecieron para aminorar el pánico, se aferró con todas sus fuerzas a los bordes de la mesa a tono con las órdenes de la comadrona ¡puja y respira! Caridad oraba el rosario, le pedía a San Judas y les reclamaba a los caracoles mientras fumaba tabaco a escupitajos cortos, todo al mismo tiempo con tanta angustia por su niña que el corazón ya le latía demasiado lento. Las otras mujeres no daban a basto en el ajetreo de las palanganas con paños tibios, agua hervida, enjuagues, y lloros. Cuando su piel se rompió y sintió el sonido del desgarro en un impulso doloroso que la dejó trepidando, asomó una cabecita redonda y rosada, luego todo el cuerpecito tibio y salpicado de una niña grande de casi diez libras que al instante berreó y a la que no pudo apenas ver pues cayó en un sopor fulminante que la dejó sin visión por algunas horas.
La llamó Gabriela y durante cinco días con sus noches la chiquilla lloró y lloró sin consuelo, sin importarle la herida amoratada y aun abierta de su madre, anunciando ya su persistencia en la demanda y la querella. Nadie durmió ni logró apaciguar sus gimoteos. África no se cansó de abrazarla y acunarla hasta que la pequeña se acalló consiguiendo de su pecho la entrega que siempre le procuraría. A sus pies, Paquito por fin reposó, desgajando la preocupación y feliz de su nueva suerte.