viernes, 14 de enero de 2011

La otra. (XIII)

Hilda significa batalla. La heroína, la mujer que domina con bondad y justicia. La que siempre será fiel. Y ella hizo honor a este nombre sin siquiera saber cómo se le engalanó. Presta a resolver los problemas de otros, a dar. Mi abuelo la llamo así y jamás supimos por qué.
Solo algo  sorprendió de su asombrosa naturaleza y tampoco le preocupó alguna vez. Hacer el amor, o como sea que le llamaran algunos, no era lo suyo. Cuando se instaló en la casita fresca de portal y barandas frente al parque se embebió en sus quehaceres, mudanzas y misterios y demoró cinco días en ponerse su ropón rosa y embutirse a la misma cama del marido. Y no lo hizo sin que su cuerpo trepidara y los escalofríos le recorrieran el cuello y la espalda dejándola casi inerte, con un ahogo tan profundo que le arrinconaba. Aquél hombre de rostro sosegado y de bondad perenne metido entre sus sabanas se convirtió súbitamente en el talante intruso del demonio. Y nada que ella hiciera, cerrar sus ojos, cubrir su pecho, vapulear, apretar sus piernas y rezar por un desmayo le sacó aquel fantasma del dormitorio. El la dejó, notó su estremecimiento y su súplica, y le dijo que no había prisas, que se podía esperar. Y la abrazó, y la envolvió en colchas y cojines para que se calentara y se fue al portal donde encendió su tabaco pulsando ya para siempre su costumbre de murciélago.
La tía Aguedita corrió en su ayuda la próxima mañana y ella, las primas y la tortuga viviente de Caridad se sentaron en el patio trasero a preparar el corte para que “la niña África tenga su camisón de santidad” o chemise a trou como se le conocía desde el inicio de sus usos en épocas bien distantes, pero que en la isla algunas mujeres demasiado recatadas o temerosas seguían empleándolo en la privacidad de su hogar y a conocimiento único de las lavanderas y costureras como estas mujeres que haciendo halago de sus reservas cosieron, adornaron, enlazaron, almidonaron, y plancharon en un solo día sin decir palabra. En la tarde el camisón estaba listo para entrega. África lo desembaló con manos trémulas y lo estiró encima de la sobrecama turquesa. Quedó complacida, un largo camisón blanco de algodón que denotaba moralidad e higiene, cosido con doble puntada fina y adornado con encajes en el cuello y el dobladillo. El canalillo, abertura que sería de dominio de su marido, se enlazaba con unas cintas de azul claro y pespuntes que se alargaban por todo el frente del vestido y parecía un adorno natural del corte. Abrazó la pieza y sintió alivio. Esa noche podría hacer feliz a mi abuelo.
Preparó una cena de reyes. Asó un boliche a fuego lento, rociado de comino, orégano y naranjas. Lo salpicó con un poco de nuez moscada cuando casi estaba listo y lo sirvió en la fuente de porcelana inglesa, regalo de bodas la esposa del farmacéutico, acompañado con arroz blanco cocido en caldo de jamón. Rebanó tomates y rizó lechugas. Encendió la lámpara en la habitación principal que hacia veces de sala, comedor y costurero. Y con cautela para no espantar el olor de las especies se fue al cuarto y esparció colonia de rosas en los cojines y almohadas.
Esa noche, cuando acabó lo que su cuerpo ninguna vez nombró y que para su asombro nunca fue tan pavoroso, se arrugó en su lado de la cama como un ovillo sin fuente, frío e inútil, cerró sus ojos y viajó, con la melancolía de su alma hurtada, a las calles viejas de su Cárdenas de la mano su abuela mientras cantaba con sus primas los pregones del chino manisero y se desternillaban de la risa con la soltura de la inocencia. No quería remachar en su cabeza cada “por qué” que la razón le masculló a lo largo de estos años. Respiró enérgica, se volvió a acomodar retorcida sobre su vientre agotado y resolvió dejarle las respuestas al azar, a la existencia, a un Dios cualquiera.

Nota: El texto anterior es el siguiente a este.
“… El catorce de Julio de 1937, un día antes de que los japoneses atacaran el puente de Marco Polo e invadieran China y los franceses celebraran una vez más su fiesta de independencia con fuegos artificiales iluminando La Bastilla y mientras en Broadway la tristeza por la muerte del gran músico George Gershwin embargaba muchos corazones, África y Norberto se casaron. Ella me contó que tenía tanto miedo de irse a la casita nueva esa misma noche y de estar a solas con él que le pidió tres días para acomodarse y mudar su indumentaria y los regalos de boda, pues así, ya casada podía preguntarle a su tía que debía hacer. Siempre fue alegre, pero recatada. Conversadora pero reservada. Segura de sí misma, pero atenta al consejo. Eso sí, novelera, novelera….repartía la vida con todos sus cinco sentidos. Ella que tenía sus dicharachos para todo, de esta vieja historia siempre dijo: “Nunca se pierde, siempre se aprende”. Desde entonces él la llamó Hilda.”

5 comentarios:

  1. Debería ser todo menos pavoroso.

    Besos.

    ResponderEliminar
  2. Deliciosas estas historias, como siempre. Buen fin de semana.

    ResponderEliminar
  3. Precioso relato, lo ví. Cuánto pudor y cuanta reverencia ante el acto más natural del mundo.
    Besos, Fermina.

    ResponderEliminar
  4. "Y con cautela para no espantar el olor de las especies se fue al cuarto y esparció colonia de rosas en los cojines y almohadas". Simplemente maravilloso.

    Un saludo amiga, y de camino te invito a que pases por mi blog "LA MANSIÓN DEL POETA".

    www.lamansiondelpoeta.blogspot.com

    Te seguiré, espero verte por allí.

    ResponderEliminar
  5. Precioso relato. Uno parece que va siguiendo el deambular de la mujer como temerosa y ansiosa. ¡Que vocabulario tan rico!

    ResponderEliminar