El reloj del abuelo Ficato vegetaba taciturno y desabrigado en una casa del Vedado pintadita de verde claro, con portal pequeño y ventanas de cristales a través de las cuales podía verlo mover su pesado péndulo dorado y del que, en mi visión fantasiosa, brotaban lágrimas. Una de las tantas historias que eran parte de nuestras excursiones a comer sándwiches a la cafetería El Carmelo o a la de El Potín. De regreso a casa en el veterano Ford de la tía Carmen transitábamos despacio por delante de aquella casa para saludar con cariño de antiguos amigos al triste reloj. Asomando el rostro por la ventanilla mi hermana y yo, regadas las greñas por la brisa, la tía Carmen nos contaba siempre con voz recóndita que en esa casa vivía el señor Ficato. Militar retirado con alto rango y honores que hacía muchos años gustaba de tocar el piano en el saloncito de su casa y de limpiar su querido reloj de pie. Regalo de su bisabuelo a su abuelo y de s
u abuelo a su padre y de su padre a él. Una caja de madera de mar, hermosa y tallada, con una dedicatoria en letras de oro: El tiempo descubre la verdad. Una pieza única, una obra maestra. Lo había mandado a hacer a un famoso ingeniero relojero de su ciudad natal allá en Cataluña y se lo entregó al primero de los Ficatos en su graduación de médico. Se conservó en el mismo sitio por años, y para que la luz del sol no blanqueara su cuerpo cobrizo durante las horas del mediodía lo cubrían con la mantilla de encaje de Chantilly de su esposa. A mediados del año 1959, cuando los barbudos ya asentados en la capital pesquisaban rezagos y dominios, se le aparecieron en la casa al señor Ficato. Buscaban su arma pues no aparecía registrada en las entregas. El tembloroso y enfermo abuelo Ficato, como ya le llamábamos a estas alturas de la historia, aseguró que si la había depuesto, que sería una equivocación, un error burocrático. Tres hombres uniformados del verde olivo revolucionario estremecieron la casa, dejaron gavetas tiradas en el patio, colchones rotos y lozas de la cocina levantadas. Casi al salir, uno de ellos reparó en el viejo reloj del que ya le habían molestado sus campanadas. Y fue por el. No valieron las súplicas del abuelo Ficato o el sollozo arrasado de su mujer, ni la intervención del vecino llamado a testigo. Con una silla quebraron la caja del reloj por detrás, sacaron la maquinaria y le dejaron todo hecho un amasijo de metales sonantes sobre el sofá de mimbre. No encontraron nada pero le dieron cita para pagar una multa por desacato. Desde entonces los acordes de Bach se enmudecieron y solo se escuchaba el eco de martillos y clavas, y el retintín de llaves y pinzas. El abuelo Ficato recompuso su reloj y lo colocó en el mismo lugar, exhibiéndolo a todos los transeúntes que le habían admirado desde siempre.

Sus hijos y nietos abandonaron el país unos años después sin que les dejaran llevar ni sus propios relojes de pulsera, y el abuelo Ficato murió tomando su siesta en el sofá de mimbre al lado de su reloj. Dinorah, la cridada de la casa, recibió todo en testamento, y conservaba la joya en el mismo sitio. Fue ella quien contó la historia a una amiga de una amiga de una amiga de mi tía Carmen. La primera noche que la escuché, llegué a casa y agarré una silla de la cocina, me encaramé y descolgué de la pared, en lo alto estante del calentador del agua, el reloj amarillo con bordes dorados en forma de cafetera que conocía de toda la vida y que regía los tiempos de mami para la cocina y para nosotros. Lo escondí entre las colchas de los perros y no pudieron encontrarlo en varios días. Hoy creo que aferrarse al pasado con garras de tigre no es totalmente saludable. No debemos, y no queremos, olvidar. Pero no podemos desangrarlo buscando una cura. Si alguien me hubiera arrebatado aquel reloj amarillo en forma de cafetera de la maravillosa cocina de mi casa hubiera perdido mis tiempos y mis sitios, e igual que una paloma mensajera no encontraría regreso al hogar.