jueves, 28 de octubre de 2010

Querida Cándida.

A propósito de lo que leo, y lo que veo. “Sigue mi consejo chiquita…”

El recuerdo de la bofetada. Le viró la cara de un solo trompón y Dinorah se desplomó tan rápido que su quejido quedó suspendido, su grito se eternizó, ahogado en su propia saliva. Podía escuchar los huesos de sus manos estrellarse contra el granito frio. Él salió como una exhalación, llegó a la esquina y se lo dijo a todo aquel reguero de hombres como si se tratara del último cuadrangular de Regino Otero en las grandes Ligas. “¡Y que se atreva otra vez, la muy puta!”, vociferó mientras “le daba agua al dominó”.

Cada día el mismo episodio. La policía lo llevaba y lo traía. A nadie le importaba un comino. Los niños se escondían donde primero alcanzaban cada vez que entraba tambaleándose y echando espumarajos por la boca, haciendo un surco de sangre que brotaba por cualquier lugar de su cabeza: “¡De bronca en bronca…, me pasé la noche de bronca en bronca porque yo sí que soy tremendo macho y no el enclenque ese de tu padre, que es un cabrón de mierda!”. Y luego los golpes, los gritos, el llanto, los moretones en los ojos y los brazos, y tener que salir solitos a la escuela al día siguiente.

“La mató como a una perra” nos contó Cándida un día, así de sorpresa. Todavía no olvido sus ojos. Y yo me quedaba pensando si es que a los perros se les mata así. “Le dio patadas, piñazos, la dejó tirada en el medio de la calle a las dos de la madrugada el día de la fiesta de Changó, y el camionero no la vio. El pobre hombre se arrodillaba y se llevaba las manos a la cabeza, menos mal que la policía luego dijo que en ese momento ya estaba muerta. Y entonces nos trajeron para aquí. Y crecimos así, trabajando duro, cuidándonos el uno al otro. Por eso nunca me casé ni busqué ningún hombre, porque tenía miedo que me mataran así. Y ahora viene a decir que somos sus hijos, que los años de encierro lo cambiaron, que es un buen hombre, que lo perdonemos…”

Dos días después, mí querida Cándida, la buena y tranquila, la que nunca había dicho: ni esta bosa es mía, la más compasiva de toda aquella comitiva del café de los domingos, se quitó la vida… “para no tener que verlo”, le dejó escrito a su hermano. A mí me decía “oye mi consejo chiquita: mas buena que tú, ni la tierra que pisas…acuérdate bien mija, ni celosos, ni borrachos, nunca.” Y aquella historia de la pobre mujer que la mataron como a una perra sobrevivió leyendas familiares, reencuentros y noches de apagón. Perdimos a la querida Cándida pero no su espíritu que siempre apagaba las velas o tiraba jarrones advirtiendo fatalidades.

viernes, 22 de octubre de 2010

La otra (XII)

El retorno del Capitán T.

Iba a ser un día feliz. El había tenido muchos. Casi todos relacionados con su profesión porque en su vida privada lo único que lo hizo feliz por algún tiempo fueron aquellos encuentros subrepticios y apasionados con Elisa, hembra misteriosa de encanto velado y cuerpo soberbio. Su vida por aquel entonces era solo eso: surcar el cielo cada semana sujetando el sueño que lo cautivó desde niño, trabajar por el bien de su Patria y buscar a Elisa en la tierra siempre que los cambios de humor de ella se lo permitieran. La señora, madre soltera, tenía talante e imperio.
La vida le condujo por excelentes derroteros, realizó misiones importantes, la más difícil de ellas fue cuando, con la certeza de que se abrazaba a su deber de lealtad a la Patria, tuvo que pedirle al Presidente de la República, el mismo hombre que años atrás le encomendara la reorganización del Cuerpo de Aviación del Ejército, que dimitiera de su cargo, que abandonara el poder bajo amenaza de usar ese mismo cuerpo militar en su contra. Realizó vuelos de buena voluntad por toda Centroamérica en su Vought Corsair, fue un orgulloso profesor y ejecutivo de la Escuela de Aviación por muchos cursos, vivió años en el exilio, fue fundador de la Organización de Aviación Civil Internacional, y buscó a Elisa siempre que ella se dejaba encontrar. Terminó con el nudo de su vieja corbata de Fin de Siglo, cerró sus ojos para abandonar con paciencia los recuerdos antes de salir, se miró de soslayo en el espejo de la vieja cómoda que seguía arrinconada en el pasillo, agarró la chaqueta y salió apresurado. A veces se sentía cansado pero aun tenía cosas pendientes. Cuando estuvo frente al abogado, firmó con orgullo los documentos y abrazó a su hijo que ahora ya no solo lo era por afecto sino también por título. Desde entonces todos heredamos el apellido T.  
Durante muchos años miraba mi anillo con aquella extraña inicial R que a nada me sonaba. Lo toco y siento la afección que mami se merecía. Se casó con un hombre que le amaba con devoción y que le entregó lo que más anhelaba: un hogar. Su familia era su privilegio y su guía. Y un día él llega contándole esta historia rara y loca del amor desvariado de su madre con el Capitán que apenas nadie conocía y su deseo de adoptarlo como hijo verdadero antes de morir. “¡A estas alturas y con los muchachos crecidos!” Pero como siempre, lo complació a pesar de todos los zapatos que rompió andando la ciudad cambiando miles de papeles. Y desde entonces a todos nos tocó el apellido del Capitán. A mami las historias más inusitadas, maravillosas y entonadas o le pertenecían o le llegaban como agasajos en días de fiestas. Nada le faltó en su memorable travesía por este mundo.

martes, 19 de octubre de 2010

¿Hay mentiras tolerables?

Una mentira es como un barquito de papel sin rumbo. Se sofocará en dos minutos mientras el agua lo cala o algún día ganará su destino, y entonces nos paralizaremos frente a ella y tendremos esa parrafada pendiente. Las mentiras tienen siempre un motivo, ¿qué cosa en esta vida no tiene motivo, razón, camino? ¿En qué naturaleza  de valores embutimos las mentiras que hubo que decir, las que nos obligaron a decir o las que simplemente salieron de la boca como gato espantado? Con las mentiras los seres humanos enfrentamos las vergüenzas, ocultamos los  rencores, y nos hacemos creer que ocasionamos menos daños a otros. Las usamos como abrigos en ventisca, las echamos de a poquito en el café, o las guardamos en cajones de viejos papeles con fondos irrealizables. Ni somos malos llevándolas a cuestas, ni somos buenos cuando las escupimos en medio de una tempestad. ¿Qué pasa si eres tú quién miente? ¿Qué hacemos si son ellos, la gente que amamos, los que de a tropezones hemos largado los pies en la misma ladera? ¿Hay mentiras grandes, pequeñas, digeribles, infames, apenas mentiras? Sabemos que hacer si  un compañero de trabajo te falsea, sabemos como actuar si tu pareja te traiciona, sabemos que decir, cómo vociferar si un funcionario público te engaña. ¿Qué pasa cuando es alguien querido, familiar, amigo, y no sabes si debes continuar fingiendo la ignorancia o decir que no has pegado un ojo en toda la noche deliberando la angustia, despabilando la exhortación entre el malentendido o la mentira? ¿Hay mentiras perdonables?

martes, 12 de octubre de 2010

Las “chicas del perpetuo desorden” y el nuevo ciclo 2010-2011.

EL último viernes del mes como de costumbre pero sin rutina, nosotras las chicas soberanas y establecidas, “houstonianas” y del mundo, diligentemente espontáneas y perpetuamente desordenadas, nos fuimos a la casa de una de nuestras venezolanas para, además de hablar hasta por los codos como si es tradición, querencia, y rito, discutir acerca de la última lectura de este ciclo 2009-2010: “EL sari rojo”, del español Javier Moro. Porque somos un grupo, heterogéneo y nada contemplativo, las opiniones variaron desde el gusto y disfrute del libro hasta el aburrimiento por la historia contada aunque no la real. Fue un libro diferente, una historia con matices nuevos para nosotras y la confirmación de un autor ya leído en nuestro club. Una de las colombianas nos trajo una ensalada que creo que la salsa es de su propia inspiración, nos la devoramos. La otra colombianita llego con unos tamalitos mexicanos por encargo, pero siempre felizmente recibidos y dados de alta hasta el último trocito, y una de las chicas argentinas que es de las “dulceras bárbaras” del grupo nos trajo unos dulcecitos y unas bolitas de chocolate, buenísimas.
Ya tenemos lista de libros para el próximo ciclo, que comenzamos ahora en Octubre. La votación fue reñida, pero para eso nuestra “mandamas” tiene siempre sus artilugios y tuvimos un segundo chance. Este mes comenzamos por “La catedral del mar” de Idelfonso Falcones, y seguiremos con un libro de cuentos de Rosa Beltrán, “Amores que matan” que recomendé yo a sugerencia de lo que leí en el Blog de Belkys (En la columna de la derecha pueden verla lista completa de libros escogidos). Asi que ya estamos otra vez listísimas para todo un año de aventuras.
Otro día habrá por donde “cortar” (y me gustaria hacerlo) pero les digo amigos que la vida en los suburbios americanos no siempre es la que cuentan las películas o los revolucionarios críticos del capitalismo. Parte y parte. Hay y no hay. Pero no son los suburbios los que hacen a las personas. El “american way of life” no siempre es la proyectada vida vacía o superflua (que cualquiera puede tener en la mismísima manzana más concurrida y loca de New York) o la barbacoa en el patio y la “comedera” de popcorns en el amplio sofá, ni todos son barrios monoraciales, como algunos los llaman. Es cierto que hay que organizarse con más frecuencia la vida social pues no es fácil encontrarse y también es cierto que necesitamos del carro/coche para todo. Pero además de ir al centro comercial donde tendremos lo que se necesita y de que la oficina de correos nos queda más lejos que el cementerio, también somos mujeres amas de casa de pegueta fuerte, profesionales trabajadoras de medio tiempo o de tiempo completo, dueñas de nuestros propios negocios, y algunas muy activas en la ciudad, no solo salvando al perrito perdido lo cual es elemental, pero haciendo la diferencia en organizaciones femeninas, en la prisiones, y en la vida latina. Y, aprovecho y digo esto, pues hace unos días alguien me tiró un piropo un poco fútil acerca de las mujeres que nos reuníamos en un Book Club. Para nosotras, las que hace años nos acompañamos en este y lo custodiamos como un tesoro codiciadísimo, podríamos contestar muchas cosas, contarle otras tantas que nos hacen especiales y mejores, pero preferí conectar mi cara número 33 con una sonrisa perfectamente forzada y decirle: ¡que equivocada vives! y dejarla ahí… Ya saben chicas ¡la próxima, las mando a buscar!

"Cada ciudad puede ser otra"   Mario Benedetti

Los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Jaime Sabines

Cada ciudad puede ser otra
cuando el amor la transfigura
cada ciudad puede ser tantas
como amorosos la recorren

el amor pasa por los parques
casi sin verlos amándolos
entre la fiesta de los pájaros
y la homilía de los pinos

cada ciudad puede ser otra
cuando el amor pinta los muros
y de los rostros que atardecen
unos es el rostro del amor

y el amor viene y va y regresa
y la ciudad es el testigo
de sus abrazos y crepúsculos
de sus bonanzas y aguaceros

y si el amor se va y no vuelve
la ciudad carga con su otoño
ya que le quedan sólo el duelo
y las estatuas del amor.

jueves, 7 de octubre de 2010

“El conyugue delicado”

He leído en uno de los magazines locales que, además de promocionar a dentistas, cirujanos plásticos y masajistas carísimos en nuestra ciudad (mientras muestran espectaculares resultados en espectaculares imágenes con espectaculares mujeres) trae algunos breves artículos clínicos o recomendaciones para una vida más sana, que tocarse/touching/acariciarnos/ tener contacto físico (ya sé que para algunos esta palabra puede tener un significado diferente) es bueno, y que tener un esposo que toca/que acaricia es buenísimo.
A ver…tocarse (y me gusta más usar esta palabra) que viene de tocar, y según las 28 acepciones del diccionario de la Real Academia Española (RAE) podemos quedarnos con las dos primeras: 1) Ejercitar el sentido del tacto y 2) Llegar a algo con la mano, sin asirlo. Bueno… como iba diciendo…el artículo se titula “The Touchy Spouse” que en su traducción contextual seria: “El conyugue delicado” o “EL esposo(a) cariñoso” y es un comentario acerca de las investigaciones conducidas por la Universidad DePauw, Indiana, que sugieren que tocarnos es bueno. Dice esta señora, que los resultados de los estudios expusieron que el contacto físico ayuda a resolver problemas emocionales, porque a través de ello trasmitimos gratitud y amor, lo que hace que los conyugues tengan menos discusiones y guarden menos rencor. Con un simple contacto, con una caricia comunicamos emociones sin palabras y sin miradas. Acariciarse, tocarse, ha demostrado un efecto curativo, salud para la mente y el cuerpo tanto para quien da como para quien recibe, por el contrario de aquellos privados del contacto físico que mostraron signos de agitación, nerviosismo, y desconfianza.
Según el estudio aquellos niños criados en orfanatos entre otras cosas muestran una conducta más violenta debido a la falta de afecto o contacto amoroso físico, lo que traducido al matrimonio significa que aquellas noches que nos acostamos a dormir molestos por algún conflicto menor y evitamos el contacto de nuestros pies o dejamos de sostenernos las manos, estamos dejando de crecer como parejas y contribuyendo a la evolución del rencor y el disgusto. Bueno, todo esto a veces lo sabemos. Leerlo, y por demás, leérselo a mi esposo fue lo curioso. Me di cuenta que él, que es tan cariñoso, debe sentir a veces la falta de reciprocidad.
A pesar de que sepamos esto, hay cosas que van con la personalidad y que son muy difíciles de cambiar, aceptar o practicar. Según Gary Chapman, un “Best selling” autor en su libro “The Five Love language” una de las maneras en que las personas sienten nuestro amor es a través del contacto físico cariñoso. Y nos ofrecen aquí una simple lista diaria:

- Dale a tu pareja un largo abrazo de “buenos días”.
- Dale un beso delicado antes de irte al trabajo o a cualquier lugar.
- Envuelve a tu pareja en un tibio abrazo frente a los niños antes de la cena.
- Toma la mano de tu pareja cuando hagan una caminata, o vayan juntos a comprar.
- Dale un largo e intimo beso de “buenas noches”.

No hay que planificarlo. Ya sé que hasta puede parecer cursi. Pero cuando trato de cautivar esas imágenes me parece muy bueno y siento que deberíamos hacerlo diariamente, ademas de sentirlo, demostrarlo, verdad?. Y no ser uno tan “patiseca” como diría mi abuela. ¡Suerte este esposo que tengo, porque con todo y eso tengo mis cuantas locuras! Si no estaría ya padeciendo de muchos otros males, ¿no?

Para todos, buenas noches y un abrazo.

lunes, 4 de octubre de 2010

La otra (XI).

Para Picon.

…porque nunca dejaremos de ser nuestras casas…

Desde los grandes ventanales de la terraza podíamos ver, los días de mucha lluvia, las aguas del río tragarse los guijarros, las dos orillas y la escalinata de piedra. Yo vigilaba espantada los tragantes de los baños y el vertedero de la cocina temiendo que aquella agua verde y pestilente se colara en cualquier momento. Cuando escampaba no se podían abrir las ventanas ni los tragaluces hasta el próximo día para evitar que el hedor nos engullera. El sol escurría los cristales y esos momentos los disfrutabas como nadie desde tu “maldita silla”. Me gustaba contemplarte desde la sala grande mientras organizaba mis muñecas para jugar a “la escuelita”. Podía ver tu cabeza redonda con sus rastros de pelo canoso, soportada por tus hombros anchos y el pedazo de tu espalda siempre a rayas que se perdía en el respaldo de tu sillón de ruedas para luego encontrar unas piernas sin vida, habituadas al hierro y al cuero, penando en los descansos metálicos de apoyo. Yo jugaba a mirar con el rabillo del ojo calculando el tiempo que permanecías inmóvil. La terraza extensa y redondeada abarcaba todo el fondo de la casa o como le llamaban en aquel entonces de la propiedad horizontal. Era un edificio de tres pisos y una casa en cada piso, nosotros estábamos en el primero encima de los garajes que eran una especie de sótano y donde vivía, en un cuartucho viciado y sombrío, el viejo Elizardo, añejo “encargado” de la propiedad y esencia de las bromas más horribles. Luego teníamos la gran explanada que finalizaba en el lateral derecho con las cuarterías que en un tiempo habrían sido de los empelados y que ahora ocupaba la familia de la abuela Evelia. Por la estrecha escalera que nos comunicaba al sótano y a las cuarterías yo desaparecía corriendo cada vez que tenía permiso para jugar con los muchachos de Evelia, mis únicos amigos durante todos los años de vida en la casa del río. Ya ninguno de nosotros vive allí, ya ninguno de nosotros vive en nuestra tierra, ya alguno de nosotros no vive.

Las casas son como los libros viejos que vivifican las memorias y las presencias en medio de las tormentas más rancias. Garabateo nombres en el aire que se clavan en todos los rincones, que se arrullan como manchas igual que la lama en los inmensos cantos de vetustas catedrales, tarareo lánguidamente trocitos de canciones con el mismo impalpable gesto con que las palabras se acunan en las páginas más desusadas y virtuosas. Llevo mis casas conmigo, las armo, desarmo, las alimento, las reparo y las defiendo, como hacen los caracoles con sus carapachos anillados mientras la vida les alcanza. Y con ellas te transporto a ti, a mi tacita de aro plateado y monito rojo, a Juan Antonio, a Chari, a todos los antiguos “long play’s” de boleros y zarzuelas y a Mami. Su delantal sigue siendo la bandera en los portones de nuestro castillo y sus brazos abiertos la inauguración del libro que le agasajo cuando mi pupila hechicera cree haberla descubierto.

“Las casas”

Las casas se pusieron inhóspitas
y tuvimos que abandonarlas a su suerte.
Primero fue la casa de los patios
donde la infancia ponía expectativa en ciertas plantas
que todavía ofrecían protección.
y en una muy querida forma de llamarnos a la mesa.
en otra casa las chirimoyas ordenaban una majestad
y el juego de los hermanos se escuchaba
como una premonición que sería demasiado dolorosa
si alguien insistiera ahora en recordar.
Después fue la casa donde la humedad del río
se nos pegaba al cuerpo como la piernas
de una mujer que nos enloquecía,
y hasta la sombra crujía de deseo, y una lengua
nos buscaba la lengua
con la voluntad desesperada.
Y las otras casas, con amigos hasta el amanecer,
con hijos, con poemas,
con pequeños olvidos (apenas distracciones
que sin embargo después venían a buscarnos desmesuradamente)
De todas las casas nos hemos ido.
y cuando creíamos que ya nada quedaba de ellas
apareció una hoja en el suelo, un grito subrepticio
en un cajón, el cuaderno de la escuela
con los cuidados de la madre, un botón, el canto del gallo.
Qué hacer entonces,
si no queremos coleccionar fracasos
ni objetos distraídos que se olvidaron de morir,
sino juntar los pedazos que sobreviven dolorosamente
y dejarlos caer por la ventana de este cuarto piso
como quien tira una corona de novia al mar,
como un globo lamentable que aligera su carga.
Restos queridos a los que decimos adiós con memoria trastornada.

SANTIAGO SYLVESTER (Argentina, 1942-)