lunes, 4 de octubre de 2010

La otra (XI).

Para Picon.

…porque nunca dejaremos de ser nuestras casas…

Desde los grandes ventanales de la terraza podíamos ver, los días de mucha lluvia, las aguas del río tragarse los guijarros, las dos orillas y la escalinata de piedra. Yo vigilaba espantada los tragantes de los baños y el vertedero de la cocina temiendo que aquella agua verde y pestilente se colara en cualquier momento. Cuando escampaba no se podían abrir las ventanas ni los tragaluces hasta el próximo día para evitar que el hedor nos engullera. El sol escurría los cristales y esos momentos los disfrutabas como nadie desde tu “maldita silla”. Me gustaba contemplarte desde la sala grande mientras organizaba mis muñecas para jugar a “la escuelita”. Podía ver tu cabeza redonda con sus rastros de pelo canoso, soportada por tus hombros anchos y el pedazo de tu espalda siempre a rayas que se perdía en el respaldo de tu sillón de ruedas para luego encontrar unas piernas sin vida, habituadas al hierro y al cuero, penando en los descansos metálicos de apoyo. Yo jugaba a mirar con el rabillo del ojo calculando el tiempo que permanecías inmóvil. La terraza extensa y redondeada abarcaba todo el fondo de la casa o como le llamaban en aquel entonces de la propiedad horizontal. Era un edificio de tres pisos y una casa en cada piso, nosotros estábamos en el primero encima de los garajes que eran una especie de sótano y donde vivía, en un cuartucho viciado y sombrío, el viejo Elizardo, añejo “encargado” de la propiedad y esencia de las bromas más horribles. Luego teníamos la gran explanada que finalizaba en el lateral derecho con las cuarterías que en un tiempo habrían sido de los empelados y que ahora ocupaba la familia de la abuela Evelia. Por la estrecha escalera que nos comunicaba al sótano y a las cuarterías yo desaparecía corriendo cada vez que tenía permiso para jugar con los muchachos de Evelia, mis únicos amigos durante todos los años de vida en la casa del río. Ya ninguno de nosotros vive allí, ya ninguno de nosotros vive en nuestra tierra, ya alguno de nosotros no vive.

Las casas son como los libros viejos que vivifican las memorias y las presencias en medio de las tormentas más rancias. Garabateo nombres en el aire que se clavan en todos los rincones, que se arrullan como manchas igual que la lama en los inmensos cantos de vetustas catedrales, tarareo lánguidamente trocitos de canciones con el mismo impalpable gesto con que las palabras se acunan en las páginas más desusadas y virtuosas. Llevo mis casas conmigo, las armo, desarmo, las alimento, las reparo y las defiendo, como hacen los caracoles con sus carapachos anillados mientras la vida les alcanza. Y con ellas te transporto a ti, a mi tacita de aro plateado y monito rojo, a Juan Antonio, a Chari, a todos los antiguos “long play’s” de boleros y zarzuelas y a Mami. Su delantal sigue siendo la bandera en los portones de nuestro castillo y sus brazos abiertos la inauguración del libro que le agasajo cuando mi pupila hechicera cree haberla descubierto.

“Las casas”

Las casas se pusieron inhóspitas
y tuvimos que abandonarlas a su suerte.
Primero fue la casa de los patios
donde la infancia ponía expectativa en ciertas plantas
que todavía ofrecían protección.
y en una muy querida forma de llamarnos a la mesa.
en otra casa las chirimoyas ordenaban una majestad
y el juego de los hermanos se escuchaba
como una premonición que sería demasiado dolorosa
si alguien insistiera ahora en recordar.
Después fue la casa donde la humedad del río
se nos pegaba al cuerpo como la piernas
de una mujer que nos enloquecía,
y hasta la sombra crujía de deseo, y una lengua
nos buscaba la lengua
con la voluntad desesperada.
Y las otras casas, con amigos hasta el amanecer,
con hijos, con poemas,
con pequeños olvidos (apenas distracciones
que sin embargo después venían a buscarnos desmesuradamente)
De todas las casas nos hemos ido.
y cuando creíamos que ya nada quedaba de ellas
apareció una hoja en el suelo, un grito subrepticio
en un cajón, el cuaderno de la escuela
con los cuidados de la madre, un botón, el canto del gallo.
Qué hacer entonces,
si no queremos coleccionar fracasos
ni objetos distraídos que se olvidaron de morir,
sino juntar los pedazos que sobreviven dolorosamente
y dejarlos caer por la ventana de este cuarto piso
como quien tira una corona de novia al mar,
como un globo lamentable que aligera su carga.
Restos queridos a los que decimos adiós con memoria trastornada.

SANTIAGO SYLVESTER (Argentina, 1942-)

5 comentarios:

  1. Esta serie de "La otra", me gusta muchisimo. Es inevitable, cuando pienso en el pasado, no evocar esos espacios que fueron las casas donde viví, en especial aquella donde crecí, también la llevo conmigo, y también me duele, aún hoy mis padres arrastran sus huesos por ella y yo no dejo de soñar en volver a arrastrar los mios algún día. Gracias por escribir y compartir cosas como esta. Que tengas un buen día.

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  2. No sé a que es debido pero desde hace no mucho me he escapado de la nostalgia y la melancolía.
    No sé ni si es bueno.
    Pero ha ocurrido.
    Quizás es que ya no quiero sufrir más.

    Besos.

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  3. Yo he vivido en diferentes casas, pero conservo la casa de mis padres donde pasé mi infancia. Cuando vuelvo a ella, cada rincón, algunos muebles, los azulejos y un sinfín de cosas me reuerdan momentos de mi niñez y de los mundos que me montaba allí. Yo, de momento tengo la suerte de volver a ella.

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  4. El relato, espectácular...me transforma de una manera mágica a los lugares donde viví con mis padres y dos hermanos.Fueron varios y en ciudades diferentes , pero lo bueno, el aroma de cada cosa, las palabras compartidas, los juegos, y ver pasar la vida en esas casas, llamadas hogar, me las guardo muy dentro!!!
    La poesía, preciosa, gracias por compartirla...besitos!!!

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  5. Muchas gracias Fermina, un lujo leerte por aquí!

    Cariños!

    =) HUMO

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